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Cuando
una empresa mundial decide la compra de otra por un valor
multimillonario en dólares, uno puede estar seguro que la compradora
no lo hace sin estar segura de que ese negocio seguirá rindiendo
como hasta ahora lo ha hecho para la vendedora. Una seguridad que se
deriva del poder casi onnímodo que esas empresas transnacionales
siempre poseen sobre los gobiernos de cualquier Nación.
Es
el caso de Monsanto. O fue, podríamos decir, ahora que ha sido
comprada por otro monstruo similar, Bayer. Glifosato, transgénicos,
negocios verdes, agronegocios, son palabras ya convertidas en
habituales, gracias a esta bestial compañía transnacional, que se
convirtió en símbolo absoluto de los sistemas agrarios de carácter
industrial, fabricante de los rindes fabulosos que transfiguraron los
campos en una inmensa maquinaria productora de ganancias nunca
vistas.
Pero
también se transformó en la principal generadora de la destrucción
de la tierra, de las aguas y de la vida animal y humana. Decenas de
pruebas científicas lo demuestran, pero millones de razones
ingresadas en las arcas de los que deciden, impidieron hasta ahora
cambiar esta amenaza letal para el Planeta. De eso se trata el
sistema capitalista: nada importa, cuando de ganancias se trata.
Bayer,
la más que centenaria empresa, ahora dueña del poder
inconmensurable sobre la “fabricación” de alimentos, no le va en
zaga a la mortal historia de la vieja compañía desaparecida en esta
transacción. Desde su colaboración con el régimen hitleriano, con
el reclutamiento de esclavos de los campos de concentración para sus
fábricas, hasta la fabricación del gas con que se mató a millones
de personas, nada le importó a los propietarios de esa compañía
para hacer crecer sus cuentas.
Este
conglomerado de laboratorios, a partir de ahora, sucederá en la
tarea criminal planetaria a aquella firma norteamericana que se
presentaba como “Una compañía de agricultura sustentable”.
Hasta se podría decir que es una ironía para convencernos de lo
imposible, cuando lo único que resulta “sustentable” son los
resultados monetarios de las producciones agrarias que se basan en la
utilización de sus venenos.
Y
allí está la conexión con cada uno de nosotros, simples habitantes
de este lejano rincón del Planeta. Allí reside la trascendencia que
estos manejos financieros poseen para nuestras vidas, cuando sabemos
que nuestro País está inundado (y no es una metáfora) de glifosato
y otros tantos agroquímicos de iguales o peores consecuencias.
A la
estructura agraria latifundista argentina poco le importan las
razones, salvo que se traten de dinero. Convertidos en el histórico
poder de los poderes, los oligarcas de la bosta y apologistas de la
soja transgénica deciden que seamos lo que somos, simples
productores de alimentos para los cerdos chinos, sembradores de
alimentos que no comemos y generaciones degradadas por el hambre que
provocan las ambiciones ilimitadas por acrecentar sus fortunas.
Los
deseos ridículos por ser como ellos, reduce al resto de los
productores agrarios a simple claque vociferante de las mismas
ambiciones y ningún beneficio extra. Aplican felices los mismos
productos que los envenenan a ellos, a sus hijos y a sus nietos, para
sostener un sistema que se los traga lentamente, un monstruo que
jamás comparte otra cosa que las migajas de sus fortunas y poderes
infinitos.
Tarea
difícil la de intentar transformar esta realidad agraria. Sobre todo
porque sus actores menos poderosos también tienen sus cerebros en
los bolsillos. La ambición de la ganancia rápida y fácil puede
mucho más que las advertencias más honestas. La ciencia es
defenestrada desde los medios cómplices de la transnacionales,
hundiendo la verdad en el barro enchastrado de glifosato y
endosulfan, mientras allá lejos, en las oficinas corporativas de los
nuevos dueños de la alimentación mundial, siguen afirmando que “si
es Bayer, es bueno”... Para morir.
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