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Mauricio Macri y Sergio Massa
crearon inquietud sobre el futuro con sus declaraciones de fin de año sobre la
política de derechos humanos. Ese territorio de la conciencia ciudadana
motorizado masivamente alrededor de los organismos de derechos humanos, un
territorio en latencia, que se mantiene magmático y eruptivo desde la salida de
la dictadura, comenzó a revolverse como en sus mejores épocas.
Hubo aclaraciones, algunos paréntesis y puntuaciones, pero quedó en el
aire la sensación de que un cambio político implicará necesariamente un cambio
en las políticas de derechos humanos. Es una obviedad, pero no debería serlo si
se pudiera concebir a estas políticas como planteos constitutivos de la
democracia argentina y el Estado, es decir, como políticas de Estado. No se
trata de una expresión de deseos o de principismo, ya que sólo implica
reconocer un hecho de la realidad basamental de estos treinta años de
democracia. La herida fue tan profunda, que la acción de restaurarla y todas
las alternativas negativas o a favor que se sucedieron en los diferentes
gobiernos y en los procesos sociales se convirtieron en la marca indeleble de
la transición democrática argentina. El acervo ético de esta nueva democracia
se fue consolidando sobre la experiencia que construyeron los organismos de
derechos humanos en su resistencia pacífica y humanística a la dictadura. En el
imaginario colectivo representan la opción más clara en la antinomia
dictadura-democracia.
La dimensión de la herida a los derechos humanos no se mide por un
número como trató de instalarse en un falso debate que, no por nada, coincidió
con las declaraciones de Macri y Massa. Reducir la dimensión del horror y su
impacto en la sociedad a una discusión aritmética revela una mirada
increíblemente mezquina. La democracia avanzó al poder certificar más de diez
mil desaparecidos, del total estimado en treinta mil, en un contexto totalmente
desfavorable. Se logró certificar esa cantidad a pesar del pacto de silencio de
los represores, de la desaparición de toda la documentación y la destrucción de
pruebas y fundamentalmente a pesar del miedo que subsistía y que se sumaba a la
impunidad de los asesinos que tenían todavía gran influencia o estaban insertos
en el aparato del Estado, eran protegidos por los grandes medios y apañados por
el poder económico. A pesar de todos esos obstáculos se pudo identificar a diez
mil desaparecidos.
La otra cifra es una estimación, puede que sean menos, no es una cifra
exacta, no puede serlo, discutirla como si lo fuera es falsear el debate. Es
una cantidad aproximada a partir de testimonios de sobrevivientes y otras
consideraciones que surgen en los últimos años de dictadura y que es muy
difícil corroborar más de treinta años después. Ex prisioneros y represores
arrepentidos estiman entre cuatro y cinco mil los desaparecidos que pudieron
haber pasado por la ESMA. Otro tanto sucedió en el campo clandestino de Campo
de Mayo y otro tanto en centros de Córdoba como La Perla o La Ribera. Pero
estos son sólo cuatro o cinco de los más importantes. Está comprobado que en
los primeros meses de 1976 llegó a haber 610 campos clandestinos de detención
(no lugares de paso de detenidos) en todo el país. A fines de ese año se
verifica la existencia de 364 y en 1977 quedan 70. Esa cifra se va reduciendo
hasta 1980, cuando quedan unos pocos.
Hubo algún personaje símil servicio de inteligencia hablando como ex
montonero circulando por canales de televisión para decir que junto con el ya
fallecido ex secretario de Derechos Humanos, Eduardo Duhalde, inventaron
durante el exilio en Europa la cifra de treinta mil para “competir” con el
Holocausto (seis millones de personas). La cifra del Holocausto es estimativa
también, pero solamente la discuten los pro nazis. Si un incansable luchador
como Duhalde estuviera vivo, despreciaría esa versión miserable.
Certificar miles de desapariciones en todo el país fue extremadamente
complicado por el miedo que instaló la dictadura y que se mantuvo durante
muchos años en democracia con las políticas de impunidad. No solamente estaban
protegidos por el Estado, sino que además, muchos represores se mantuvieron en
cargos jerárquicos militares y policiales. Durante todos esos años, se pasearon
por las calles y tenían gran influencia sobre diferentes niveles del Estado. En
cambio, la mayoría de los desa-parecidos provenía de sectores muy humildes y los
que les sobrevivieron ni siquiera tenían militancia. Los que discuten la cifra
de treinta mil desaparecidos que manejan los organismos de derechos humanos y
quieren una cifra exacta, “realista”, “certificable”, se la tienen que reclamar
a los represores y no a los organismos de derechos humanos. Plantear ese debate
con los organismos, y no con los represores, implica asignarles a los
organismos una responsabilidad que no les compete a ellos sino a los represores
que mantienen su pacto de silencio y que sólo van aceptando las cifras de
desapariciones que se han podido “certificar”. Plantear este enfoque para un
debate de los derechos humanos resulta éticamente pobre, pero hacerlo para
confrontar con los organismos y usando los argumentos de los represores, en
sintonía con dos candidatos presidenciales de la oposición que deciden hablar
al mismo tiempo sobre un tema del que no hablan nunca, resulta por lo menos
llamativo.
Otro sector minoritario dentro del movimiento de derechos humanos
sostiene que todos los avances se han logrado en estos once años sólo porque la
movilización y la protesta popular se los arrancaron al Estado. Visualizan al
Estado como un bloque homogéneo cuya voluntad política ha sido siempre
contraria a la anulación de las leyes de impunidad, a la realización de los
juicios a los represores, a la recuperación de los nietos de las Abuelas, a la
preservación de los centros de la memoria y muchas otras acciones, algunas más
relacionadas con el presente, como el juicio y castigo a los responsables de la
muerte de Mariano Ferreyra o la prohibición de llevar armas de fuego a
efectivos policiales que intervienen en alguna marcha.
Pero para realizar cualquiera de esas acciones, tiene que haber habido
una voluntad política desde el Estado que acompañó el reclamo popular. El
reclamo solo, si no tiene una expresión política de poder que lo represente,
difícilmente pase alguna vez de la protesta y deje de ser una expresión
testimonial que pocas veces alcanza su objetivo y que suelen ser prácticamente
inofensivas para el sistema.
Al revés de lo que piensan estos sectores, hubo una voluntad política
que, no solamente representó, sino que en muchos casos impulsó estas
propuestas. Desde 2003 muchas de las áreas que involucran a los derechos
humanos desde el Estado son gestionadas directamente por representantes de los
organismos más emblemáticos de la resistencia contra la dictadura y después
contra el neoliberalismo. Es imposible entender estos últimos once años sin
tener este aspecto en cuenta. La expresión más revulsiva de la sociedad desde
la salida de la dictadura encontró en el 2003, en los gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner, un canal institucional a nivel del Estado y transformó en
políticas de Estado los reclamos del movimiento de derechos humanos.
Sin embargo, los procesos a nivel del Estado no son lineales ni
homogéneos. La permanencia durante años de un juez como Alfredo Bisordi, que
frenaba los juicios a los represores, o hechos recurrentes como la desaparición
y muerte del adolescente Luciano Arruga y su encubrimiento, involucrando a
funcionarios judiciales y policías de la Bonaerense, ponen de manifiesto que al
mismo tiempo hay una parte importante de ese mismo Estado que obstaculiza los
cambios e incluso disputa espacios y atribuciones y acciona sobre la sociedad.
Por lo general esas disputas incluyen reacciones corporativas defensivas ya
sean judiciales, militares o de la corporación implicada en cada caso. El
proceso político que comienza en el 2003 acepta al Estado como un territorio a
transformar, una zona en conflicto.
En ese camino –que puede ser discutible o no– se logró cristalizar
reclamos que mantuvieron en vilo a la sociedad durante los veinte años previos
de democracia. No hay “curros” ni “revanchismos” en la esencia de las políticas
de derechos humanos. Son en realidad dos palabras encubridoras de otras que han
sido superadas y perdido valor, palabras absolutorias, palabras de impunidad
para los crímenes del terrorismo de Estado. Hay cuestiones muy concretas que es
importante que los candidatos expliquen con precisión, sin generalidades ni
sanateadas, sobre la continuidad de los juicios y el respeto de las condenas,
sin leyes o decisiones exculpadoras, sobre el respaldo a la búsqueda de las
Abuelas y sobre el mantenimiento de las políticas de memoria.
*Publicado
en Página12
Además de la capacidad de enunciar incoherencias de esos dos, del supuesto trio que supuestamente mas "miden", me preocupan las acciones del tercero, que no son precisamente nueva política, sino de las mas noventistas y degradantes de la verdadera politica, por lo menos la que hizo que incontables jóvenes se unieran a la militancia. ¿hace falta? http://www.minutouno.com/notas/349255-goycochea-se-sube-la-ola-naranja-sera-candidato-intendente-vicente-lopez
ResponderEliminarY otro: toda la tarde la rosada llena de "fanas " del dakar, y la tv pública sin ninguna otra propuesta. mmmmm, que feo panorama, entre todos no hacen uno, naranjas y limones y carne podrida negra y roja. y un 3 de enero con una propuesta nac&pop,en la casa de gob. pero que podría haber sido en tecnópolis , no en la plaza de mayo!