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Por Luis Bruschtein*
El
viejito que sonríe en la foto fue un duro guerrillero que soportó
torturas y 27 años de cárcel. Ese hombre negro apacible y encanecido fue
de los duros que rechazó la libertad cuando le pusieron como condición
que se declarara en contra de la lucha armada del Congreso Nacional
Africano. Nelson Mandela creció como líder de las luchas de su pueblo en
Sudáfrica desplazando a los dirigentes más conciliadores con el régimen
brutal del apartheid.
Eran los años ’50 y ’60 y en los Estados Unidos la segregación
racial estaba instalada por ley. Sin embargo, era considerado el emblema
de la democracia en el mundo. Si Estados Unidos era mostrado como el
país más democrático del mundo a pesar de la segregación en la
educación, los trabajos, el transporte y hasta en los baños, ¿por qué no
habría de serlo también Sudáfrica con su apartheid? Para los cánones de
esos años, Estados Unidos y Sudáfrica eran países democráticos, igual
que los raquíticos gobiernos latinoamericanos acogotados por sus fuerzas
armadas.
Se repiten los discursos de Mandela sobre el sueño de una gran
nación sudafricana donde todos los hombres fueran iguales sin importar
el color de su piel. Pero cuando Mandela decía esa frase en aquellos
años, no estaba pensando en la democracia real de esa época, en la
supuesta democracia norteamericana o en la sudafricana. Estaba pensando
en otras formas políticas que se relacionaban con procesos similares al
argelino o al cubano u otros procesos emancipadores de la época, ya
fueran “democracias populares”, “repúblicas democráticas” o socialismo
africano.
Nadie pensaba que la democracia de los países escandinavos podía ser
operativa en países que arrastraban una larga historia de colonialismo,
marginación y explotación. Sin embargo, había una diferencia entre el
proceso sudafricano y otros que se desarrollaban en Africa, donde la
mayoría trataba de liberarse del yugo colonial. Allí, en cambio, se
luchaba contra la dominación blanca. Pero todos pensaban que los cambios
solamente vendrían con procesos revolucionarios.
Eran las ideas y las herramientas de ese momento histórico, las que
surgían de esa circunstancia. No se podía confiar en la democracia de
los blancos o de los militares o en que los poderosos entregaran
mansamente sus privilegios. Mandela, Oliver Tambo, Walter Sisulu y otros
jóvenes de la Liga Juvenil del Congreso Nacional Africano desplazaron a
principios de los ’60 a los dirigentes que proponían formas pacíficas
de lucha, en las que ellos también habían participado, y fundaron Lanza
de la Nación, que era la formación guerrillera del CNA.
Sudáfrica también era diferente a los demás procesos africanos en
otros aspectos. La lucha armada no fue centralmente de guerrilla en la
selva. El CNA era un movimiento popular de masas con mucha concentración
urbana. La lucha armada consistió centralmente en atentados explosivos
en las ciudades o en infraestructura, articulados con huelgas e
insurrecciones. Mandela y Sisulu estuvieron presos la mayor parte del
tiempo y Oliver Tambo exiliado.
El CNA no era africanista, por eso se repite mucho la frase de
Mandela cuando dijo que “siempre luché contra la dominación blanca y
siempre luché también contra la dominación negra”. No era africanista
porque, a pesar de que centralmente la lucha era contra el apartheid,
tenía un fuerte componente ideológico. El CNA tenía influencias
marxistas soviéticas y chinas, al igual que todos los líderes
anticolonialistas africanos de esa época, desde Patrice Lumumba en el
Congo hasta Samora Machel en Mozambique.
Machel era un marxista ortodoxo, dirigente del Frente de Liberación
de Mozambique (Frelimo) y llegó al poder aliado a los soviéticos en 1974
después de la Revolución de los Claveles en Portugal. Fue asesinado en
un atentado y su viuda, Graca Machel, se convirtió varios años después,
en 1998, en la última esposa de Mandela. Otro aspecto particular del CNA
era que Mandela había integrado también a blancos y a indios.
Paradójicamente, mientras el gobierno de Israel apoyaba al gobierno
racista blanco y le vendía armas, varios judíos sudafricanos, entre
ellos Denis Goldberg, Lionel Berstein y Harold Wolpe, lucharon junto a
Mandela en Lanza de la Nación.
Los poderes y las fuerzas que representan los principales líderes
del mundo que el jueves hicieron conocer sus condolencias por la muerte
de Mandela y lo elevaron al rango de ejemplo para la humanidad, durante
su lucha lo consideraron subversivo y terrorista. No era para nada
políticamente correcto. Muchas de esas fuerzas y poderes fueron
cómplices de su encarcelamiento y tortura.
Mandela es el duro luchador y al mismo tiempo es el gran pacifista
que advirtió la prioridad de la integración en un país dominado
salvajemente por una minoría blanca. Una cosa no se puede separar de la
otra. Para hacer lo que hizo en el poder, antes tuvo que luchar como lo
hizo. Es difícil unir esas dos facetas que se muestran como polos que se
contradicen. Si en la primera etapa de su vida hubiera actuado como lo
hizo en la segunda, hubiera sido cómplice de la explotación blanca. Si
al salir de la cárcel hubiera mantenido la intransigencia que lo
caracterizó en la lucha, hubiera llevado a Sudáfrica a una catástrofe.
Pero el cambio no se produjo porque llegó al poder, sino porque su
llegada al poder fue parte de un reacomodo que se estaba produciendo en
todo el mundo al finalizar la Guerra Fría y asentarse el proceso de
globalización donde el mundo se convirtió en un solo mercado.
Uno de los grandes problemas de las revoluciones en Angola o en
Mozambique había sido que provocaron el éxodo masivo de la población
blanca, con lo cual se quedaron sin profesionales ni empresas. En
Sudáfrica la economía estaba en manos de los blancos, que a su vez eran
la inmensa mayoría de los profesionales. La población blanca y la
población negra estaban condenadas a vivir en paz. Mandela fue concesivo
en muchos aspectos, sobre todo con los juicios de la verdad, porque la
emigración masiva de los blancos hubiera significado la bancarrota y el
fracaso de la lucha contra el apartheid. En 1974 Mozambique fue
rescatada por la URSS. En los años ’90, cuando Mandela llegó al poder,
la URSS ya no existía y los términos del comercio mundial estaban más o
menos regidos por la OMC.
Robert Mugabe, otro gran líder africano, fue más rígido y en la
actualidad Zimbabwe (ex Rodhesia del Sur, vecina a Sudáfrica) está
aislada y con fuertes problemas económicos.
Mandela era un hombre mayor. Sabía que le quedaban pocos años útiles
de vida y los usó para consolidar la salida del apartheid en una
Sudáfrica multirracial. Sabía que dejaba un país con profundas
desi-gualdades, pero se dio cuenta de que su tiempo estaba acotado a
consolidar la monumental victoria que había logrado. Fue su legado a las
nuevas generaciones, las que deberán ocupar su puesto en la lucha
contra la miseria y las injusticias que aún subsisten. Así el antiguo
terrorista y subversivo que no merecía más que una visita cada seis
meses durante 27 años se convirtió en el héroe moral de la nueva era.
Mandela fue una expresión muy particular, difícil de equiparar por
su dimensión humana, pero en general hay ciertos rasgos similares con
los procesos que se generaron en América latina al comenzar el siglo.
Miguel Brascó cuenta una anécdota de su visita a Johannesburgo en los
‘60. “El problema –le dijo a un sudafricano blanco– es que aquí no votan
los negros.” “Tengo entendido que en su país tampoco”, le respondió el
hombre un poco molesto. Se refería a que el peronismo estuvo proscripto
durante 18 años.
Expresiones, reflejos, continuidades o rescoldos de lo que en
determinado momento histórico fue condenado por subversivo y terrorista
llegaron a los gobiernos por medios democráticos. Expresiones de los
trabajadores combativos en Brasil o en Venezuela, de los pueblos
originarios en Bolivia, de los tupamaros en Uruguay, de la Juventud
Peronista en Argentina, de los curas tercermundistas en Paraguay o de
los allendistas chilenos aparecieron con mayor o menor fuerza, con mayor
o menor eficacia, como una opción de poder concreto para amplios
sectores populares que habían sido marginados por la aplicación de las
ideas hegemónicas del neoliberalismo. Cada una de esas experiencias
históricas había dejado un reservorio de valores de lucha y resistencia
que sirvieron para la construcción de nuevas opciones. Había restos
vivos de lo que parecía perdido y arrasado por las represiones, las
cárceles y los exilios.
*Publicado en Página12
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