Arq. Rodolfo Livingston |
Si definimos a la arquitectura como el arte de colocar
límites (o quitarlos), con ellos pueden modificarse las ceremonias
familiares puertas adentro. La ley de propiedad horizontal favorece o
perjudica a sus usuarios, según la praxis de cada arquitecto.
La tipología de los edificios de departamentos ofrece dos sitios
para el encuentro: el hall de entrada y la proximidad forzosa del
ascensor. Las reuniones de consorcio (todos de pie en el hall de
entrada), abundan en reproches y mal humor. La morfología está al
servicio del desencuentro. Me sorprende que ningún sociólogo haya
estudiado hasta ahora estas reuniones.
Existen edificios que responden a la misma ley de la propiedad
horizontal (Ley 13.512, año 1948), pero su conformación espacial
estimula las buenas relaciones entre vecinos. Un ejemplo emblemático es
el barrio Los Andes, en Chacarita (arq. Beretervide, 1928). Los bloques
de baja altura están entrelazados con un parque sectorizado, no
demasiado grande. Los habitantes se ven desde cierta distancia y la
mudez de los apretados ascensores es remplazada por diálogos normales,
que pueden continuar en un banco, bajo los árboles.
LA COCINA. La cocina flaca (1,50 de ancho), característica de los
edificios de departamentos, provoca la incomunicación familiar durante
las comidas, lo que puede solucionarse con un bar, superficie que se
agrega a la escasa mesada de estas cocinas. Una pared entre comer y
cocinar, en departamentos chicos, equivale a una pared entre la mesa de
luz y la cama. La comunicación familiar precisa de su contraparte, la
incomunicación. Ambas son necesarias. Podríamos definir la arquitectura
como el arte de colocar límites (o quitarlos).Modificando los límites
dentro de una casa cambian las ceremonias familiares.
LA VENTANA. En el proyecto que presentan los clientes para reformar
su casa (siempre tienen uno) suele quedar un ambiente oscuro, sin
ventana. “¿No podría ser una abertura en el techo, arquitecto?”, nos
dicen. Respondemos que una ventana no es sólo luz y ventilación. Una
ventana es lo que se ve por ella.
En un estudio publicado en una revista médica se comprobó que los
pacientes que miraban el cielo y el verde por la ventana de su
habitación del hospital tenían post-operatorios más cortos que los que
miraban la pared de un patio interior.
Los baños deberían tener ventanas normales y no esos ventanucos
altos “para que los vecinos no nos espíen”. Nadie espía. La película La
ventana indiscreta con James Stewart (1954) no ha tenido jamás una
réplica entre nosotros; nuestras mujeres son excesivamente decentes, al
parecer. Además, de día las ventanas son transparentes sólo muy cerca
del vidrio. De noche, si se ve adentro, podría resultar interesante
cuando el diálogo visual se produce entre una exhibicionista y un
voyeur, o viceversa. Si no, existen las cortinas que permiten mirar sin
ser visto.
AMBIENTACIÓN. A diferencia de las mesas cuadradas, las mesas largas
obligan a conversar con el que se sienta enfrente (que a veces es un
plomo). En los restaurantes chinos, la doble puerta y la alfombra
permiten la conversación entre ocho personas alrededor de una mesa
redonda de 1,50 de diámetro. Esta disposición de enfrentamiento,
circular o rectangular, alcanza su culminación en las conferencias
internacionales. Como no saben bien qué hacer con el centro vacío, sin
obstruir la visual, ponen flores o hasta un pequeño y absurdo lago.
Las mesas de Pablo Neruda, gran anfitrión, eran angostas para
promover la intimidad. Coincido. Una vez me preguntaron cuál era la
medida ideal para una mesa en un bar. “La que permite a una pareja
besarse en una reconciliación, sin necesidad de ponerse de pie”,
respondí.
LAS BOLAS DE BRONCE. La decoración puede complicar la vida.
Recuerdo el caso de una señora que lustraba una por una las bolas de
bronce que un arquitecto había colocado en cada parante vertical de la
larga baranda de su balcón, rodeando una esquina cercana a mi casa. Cada
vez que pasaba por allí la veía lustrando una bola de bronce, porque
como le llevaba varios días llegar a la última, volvía a empezar una y
otra vez. Una víctima de la estética… y también de los avisos
comerciales que proponen a las mujeres infinitos productos para que todo
brille.
LA LUZ. En los bares debiera existir la opción de un interruptor o
“dimer” para graduar la luz. No es lo mismo enamorarse que leer el
diario. El espacio es más atractivo cuando los artefactos de luz son
diferentes en lugar de 40 globos idénticos flotando a la misma altura
sobre las mesas.
Cuando durante una reunión se corta la luz y se prenden velas, el
clima se hace más intimista, nos recuerda la atracción ancestral que
ejercen las fogatas en la noche.
Las preferencias sobre el color están ligadas a la cultura y a los
prejuicios. Entre los porteños, por ejemplo, subsiste (cada vez menos)
el temor al color: “el rojo cansa”, “quiero un color sufrido”. No ocurre
lo mismo en Brasil, en el Caribe y en todas las sociedades
“primitivas”.
EL ENCUENTRO. Dice Alfredo Moffat que “el yo es una suma de
vínculos”. Vínculos con los demás, con el lugar y también con el pasado.
Quiere decir que “yo” no es lo que está adentro de nuestra piel, sino
los vínculos con el mundo exterior.
Como ejemplo extremo de la ausencia de vínculos, Moffat señala la
capucha que cubre la cabeza de los presos en las dictaduras: no mirar,
no escuchar, no tener horarios para comer y para dormir (vínculos con el
tiempo) y la oscuridad, pueden enloquecer a una persona que no posea
una intensa vida interior.
Los vínculos son lo contrario de la soledad, la peor enfermedad del
hombre. La arquitectura tiene mucho que decir para impedirla. Sólo
cabría agregar los vínculos con el pasado social, la importancia de la
lucha por defender los edificios con valor patrimonial. En la vida
personal, necesitamos fotos y objetos para recordar el pasado. En la
ciudad también. Por más que el paisaje visual cambie, deben existir
referencias que nos digan que la ciudad es la misma, que nosotros
seguimos siendo los mismos (“To be”, “ser y estar”, un solo verbo). En
estos días la arquitectura patrimonial de Buenos Aires es víctima de la
voracidad por el dinero que pasa por sobre todas las leyes y reglamentos
destinados a preservarla. Es penoso asistir a la demolición, uno tras
otro, de edificios valiosos por su arquitectura, o por su valor
afectivo, con la complicidad del poder municipal. Y no construyen algo
mejor que lo que demuelen, sino peor. Así como la palabra debe mejorar
el silencio, la buena arquitectura debe mejorar el sitio.
*Publicado en Tiempo Argentino
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Pablo Campos
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