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La Presidenta acaba de hablar de su “amistad” con el papa Francisco. Es
completamente seguro que la declaración habrá desatado pasiones adversas a
diestra y siniestra. Una larga fila de antipopulistas, republicanos y liberales
se santigua ante tamaña blasfemia; nada menos que el jefe de la Iglesia de
Roma, amigo de una presidenta chavista que se pasa el día criticando al mundo
liberal de los grandes financistas y los drones justicieros que liberan a las
sociedades de los engendros terroristas. Rápidamente se elaboran los
“argumentos” necesarios para poder engullir tamaño plato: el Papa quiere cuidar
a Cristina porque teme que su debilidad pueda llevar a una crisis extrema; la
Presidenta le pidió por favor al Papa que la apoye, el Papa es un “pulmotor”;
el Papa teme que una crisis en su propio país lo debilite en su función, ante
sectores de la Iglesia que no apoyan su propuesta de cambios. Es, en fin, una
mascarada sin consecuencias prácticas; el “verdadero Francisco” es el que
enfrentó a los Kirchner durante buena parte de sus mandatos.
No terminan allí las pasiones
adversas a la amistad entre el Papa y la Presidenta. Desde una vereda bien
diferente –progresista y anticlerical y hasta “populista”, digamos– son muchos
los que recelan de un supuesto giro político de Cristina en la dirección de
limar las asperezas con el Papa, aún a costa de sacrificar una parte de la
agenda reformista en materia de apertura de los derechos de nueva generación.
También en este caso se dice percibir la debilidad presidencial y se deduce de
ella la necesidad de conseguir apoyos a cambio de ciertas concesiones
políticas. En esta última vertiente, la preocupación tiene un fundamento
sólido, como es la historia de la jerarquía católica argentina en lo que hace a
la democracia, al estado de derecho y los derechos humanos. Se teme que la
nueva relación sea una palanca de apoyo para esa jerarquía, que ya ha tardado
más de lo prudente en la formulación de una autocrítica profunda de su apoyo a
la dictadura terrorista implantada en 1976 y no se sabe si finalmente lo hará.
Con esa salvedad, hay que decir, sin embargo, que la desconfianza comparte la
misma subestimación de los motivos políticos públicamente expuestos para el
mutuo acercamiento.
En estos modos de razonar, la
política suele ser comprendida como un baile de máscaras. Las razones que los
actores esgrimen para alcanzar pactos, producir rupturas, realineamientos y
traiciones son siempre decorados exteriores al hecho en sí mismo; son
pretextos, coartadas, falsificaciones, “relatos”. Al poder se lo concibe como
una cáscara vacía, como un frasco carente de contenido. Claro que la política
es, ante todo, lucha por el poder. Pero el poder no es un lugar fijo, siempre
igual a sí mismo. La lucha por el poder es una hoja de ruta, un sistema
discursivo en el que las palabras y los actos conforman una unidad indisoluble.
No se trata de que siempre y en todo lugar las acciones correspondan a las
palabras; se trata de que las palabras y los hechos alcanzan un valor en la
medida en que ambos participen de un determinado sentido de la acción, tracen
un horizonte, proyecten una promesa. Concretamente, si yo digo que una acción
se orienta, por ejemplo, a mejorar la situación del país en el ejercicio de la
soberanía frente a alguna amenaza externa, estoy poniendo el sentido de la
acción como criterio con respecto al cual debe ser juzgada. Acciones y discurso
político conforman una cadena de sentido, de tal forma que no puedo esgrimir
cualquier argumento para actuar, sino aquellos que puedan sostenerse de acuerdo
a una determinada línea discursiva.
El papa Francisco sabe que los
cardenales no lo eligieron por azar, que la elección tiene un sentido. No puede
dejar de tenerlo y muy grave porque, por primera vez en varios siglos, la
votación cardenalicia tuvo lugar en vida de su predecesor. Para entender ese
sentido no hace falta la sabiduría espiritual y política de Bergoglio, alcanza
con registrar la marcha de las cosas en la Iglesia Católica. El catolicismo
viene sufriendo el múltiple embate de la pérdida de relevancia de la voz
pública de sus líderes, la disminución del número de sus fieles, la presencia
de la corrupción financiera y sexual en sus estructuras y no precisamente en
las de más bajo nivel. El investigador italiano Loris Zanatta dice, en un
reciente artículo en el diario La Nación que un sínodo o un concilio católico
que hoy pudiera revisar las doctrinas oficiales en materia de matrimonio y
familia no tendría ni la décima parte de la influencia que tuvo el Concilio
Vaticano II en el mundo de la década del sesenta. Justamente la recuperación de
esa influencia es el eje que vertebra el trabajo de Francisco en el Vaticano. Y
no puede recuperarse “desde arriba”, desde la relación con los poderosos del
planeta. Justamente esa preferencia por los poderosos es lo que explica buena
parte del retroceso espiritual y político del catolicismo. “Fueron a buscar al
Papa al fin del mundo”, dijo Francisco después de la votación que lo ungió. Ese
fin del mundo es a la vez la región más injusta socialmente y más católica del
mundo. Es, además, la zona más rica en experiencias disonantes con el dominio
político-ideológico del neoliberalismo de los últimos años. Los problemas de la
dependencia y la usura financiera, de la concentración de la riqueza y la
ostentación del consumo, de la pobreza y la marginación no pueden ocupar un
sitio lateral en el discurso papal porque en esa denuncia hay una
interpretación de nuestra civilización, un diagnóstico sin el cual no puede
recuperarse el terreno perdido por el catolicismo. El crecimiento de los
problemas sociales en una Europa en la que se quebró el contrato social del
Estado de Bienestar y la visible decadencia de sus sistemas políticos no pueden
separarse tampoco de ese diagnóstico.
El Papa asumió en tiempos de
crisis de la civilización neoliberal nacida a fines de los años setenta del
siglo pasado. En los tiempos posteriores también a la caída del Muro de Berlín,
la hegemonía unilateral de Estados Unidos y la colosal ofensiva militar de esa
potencia después de los atentados de septiembre de 2001. Son los tiempos de la
crisis de ese unipolarismo, de la emergencia de nuevos actores estatales
globales, en el contexto de un ascenso de la guerra como recurso para la
expansión del dominio imperial y la prevención de la futura escasez mundial de
energía, agua y alimentos. Son también los tiempos de la crisis del paradigma
capitalista orientado a la centralidad del mundo financiero por sobre el de la
producción material y el trabajo asalariado. La prédica del Papa pretende
recuperar el lugar del catolicismo, sobre la base de un activo protagonismo en
estos duros, intensos y crecientes campos de batalla.
La Presidenta de nuestro país es
también el emergente de una situación muy grave, la más riesgosa para la
existencia misma de nuestra comunidad política, como fue la de fines de 2001.
Tuvo que lidiar junto a su esposo con las duras condiciones de un país quebrado
económicamente, socialmente desarticulado y políticamente vaciado en los años
del neoliberalismo. Es desde ese lugar, desde esa experiencia, que Cristina,
junto a Néstor Kirchner, elaboró su mapa cognitivo del país y de su lugar en el
mundo. El ascenso de los Kirchner coincidió en el tiempo, además, con el de
varios líderes regionales que colocaron la reparación social y la soberanía
nacional en el centro de sus agendas políticas. El conflicto político escaló en
su intensidad nacional y regional; dejaron de ser consideradas “naturales” las
condiciones que llevaron a grandes masas de personas en nuestros países al
desempleo y a la marginación. No fueron los prejuicios ni las consignas
ideológicas las que llevaron a nuestro país al conflicto con importantes
núcleos duros del poder global: la causa fue el rechazo cada vez más activo de
los poderes concentrados nacionales y globales al rumbo emprendido por la
Argentina en 2003. El país se constituyó, según acaba de decir Cristina
Kirchner, en un caso testigo para el mundo. Testigo del abuso de los jugadores
más violentos del sistema financiero mundial. De la parcialidad de la Justicia
de Estados Unidos y la disposición penalizante hacia nuestro país y nuestra
experiencia política de ese Estado en su conjunto. No es el de la Presidenta un
juicio moral sobre el mundo. No es la maldad de los seres humanos en abstracto
un problema de la política. La política se ocupa de cambiar una relación de
fuerzas a favor de un objetivo determinado y no de hacer buenos a los malos. El
gobierno argentino actual tiene una interpretación ampliamente difundida y
explicada acerca de cuáles son las relaciones de fuerza mundiales cuyo cambio
necesita el país. Puede discutirse pero no es razonable negarla. Esa
interpretación determina sus pasos, sus tiempos y sus alianzas; la amistad con
el Papa no puede ser comprendida fuera de ese marco.
El Papa y la Presidenta no
dirigen instituciones formadas por santos; ellos tampoco lo son. Los sistemas
que les toca dirigir –la Iglesia Católica mundial y la Argentina– viven
procesos tormentosos y arduos. Tienen, ambos, que contar con las limitaciones
de sus recursos y con el hecho de que muchos de quienes conforman el elenco
central de las respectivas clases dirigentes tienen concepciones del mundo y su
realidad actual muy divergentes y en no pocos casos contradictorias con quienes
hoy están en el vértice de sus respectivos sistemas institucionales. No
necesariamente Francisco y Cristina comparten todos sus puntos de vista
filosóficos y políticos; de hecho sus diferencias llegaron a ser públicas y
trascendentes. Probablemente la amistad a la que hizo referencia la Presidenta,
sea el nombre de una confluencia en la acción contra las guerras imperiales,
contra los inauditos niveles de desigualdad, contra las prepotencias de los
poderosos. No es la amistad entre dos utopistas o revolucionarios. Es una
confluencia de personas sensatas y sensibles que aprendieron a mirar el mundo
desde el fin del mundo.
*Publicado en Página12
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