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Qué tiempos aquéllos, cuando los
veranos eran tranquilos. A éste todavía le falta un buen trecho para terminar,
pero ya puede ubicárselo en el top ten de los más... ¿qué? ¿De los más qué? La invitación a identificar el
término justo –o algo aproximado– debería extenderse al estado de ánimo
presuntamente general. Es decir, como si la sensación de ese no sé qué fuese en
todo el país, no sólo en Buenos Aires, porque uno recorre las ciudades y los
pueblos del interior, lee las portadas de los diarios de cada lugar y se mete
en los sitios y en los foros, y conoce a mucha gente de ahí, y la verdad es que
no se refleja este clima del no sé qué que inunda a nosotros, los porteños. Y/o
a los medios de comunicación que están y salen de acá. La verdad es que no,
pero vamos a hacer que sí.
¿Qué es el no sé qué? ¿Incertidumbre? ¿Inquietud?
¿Preocupación? ¿Alarma? ¿Miedo? ¿Olor a caos? ¿A caos inminente? Aun cuando no
se cuente con la información puntual necesaria, nadie está exento de la
responsabilidad de preguntarse cuánto hay de lo que pasa y cuánto de lo que
algunos nos dicen que pasa. Perdón, si cabe, por esta dialéctica perogrullesca,
pero es que a veces resulta importante caer en lugares que no por comunes dejan
de ser necesarios. ¿Alguien puede creer o sentir, seriamente, que este no sé
qué se parece o es igual a 2001, o al final del gobierno de Alfonsín, o a la
etapa inmediatamente previa a que el tándem de Menem y Cavallo personificara la
fantasía del uno a uno con el dólar? ¿Alguien puede creer o sentir eso, con
honestidad intelectual o, sencillamente, desde la percepción de la propia
calle? ¿Desde lo que se ve y no desde lo que se oye, que sigue estando
lejísimos de lo que se escucha o de lo que se quiere escuchar?
De un tiempo a esta parte, el
oficialismo comete errores que muchos de quienes defendemos a grandes rasgos
este modelo relativizamos, en mayor o menor medida; no por haber dejado de
citarlos, a los errores, a los temores, a los peligros, sino porque se
interpretó e interpreta que esas macanas, y esos riesgos, quedan en un puesto
(muy) secundario cuando se los compara con lo que podría ocurrir si esta
experiencia concluye mal. En 2003, Argentina produjo, quizás, algo más que lo
que Ricardo Forster denomina “anomalía”. Tal vez se suscitó derecho viejo una
extravagancia latinoamericana, o bien –o mucho mejor– argentina. Un hombre, un
matrimonio, que rompieron con los esquemas predecibles. Desde el peronismo, por
supuesto, que es por donde pasa todo lo que pasa políticamente en este país.
Por lo que resume ese movimiento o esa intuición social, para bien y para mal.
El resto, ya se sabe y dijo tantas veces que hasta causa pudor repetirlo,
acompaña. Comenta. Nada más que eso. Comenta. Por los motivos que fueren, el
hombre o el matrimonio ese, como decíamos, rompieron los esquemas. Ya sabemos
cuáles, también. La cuestión es que el hombre se muere antes de lo que debía y
la mujer, que demostró ser la firme conductora de un espíritu rebelde claro que
dentro de –a ver si nos entendemos– los marcos de un sistema capitalista, se
queda sola al frente de una gestión que fue y es más una energía progresista, a
edificar día a día, que un modelo sofisticado de izquierda o centroizquierda.
Alcanzó y alcanza, siendo nuevamente redundantes, para que las mayorías vivan
mejor o menos peor que lo acostumbrado. Apartando los efluvios de que siempre
se debe estar más a la izquierda, así sea a costa de quedar a la derecha, de un
lado estaban él, o él y ella, o viceversa, y ahora ella sola, mientras estemos
de acuerdo en que hablamos de condiciones de liderazgo, y enfrente “el campo”,
y sus agroexportadores, y sus rentistas, y algunos sectores de la industria y
de los bancos extranjeros, y sus periodistas-publicistas de los medios
independientes, y una corporación mediática en particular, y quienes reproducen
como verdades de puño esa argamasa que bombardea más por donde puede y sabe que
por donde completamente quisiera. ¿Por qué esto último? Porque, aun con todos
sus yerros e improvisaciones, el Gobierno les plantó disputa y con grados de
éxito apreciables. El partido militar ya no existía, pero se agregó la maciza
inexistencia de opciones opositoras a presente y futuro, lo cual, a su vez,
deviene de haber construido un piso de conquistas y reivindicaciones populares
inéditos desde hace más de medio siglo. Eso lleva, en forma inevitable, a
considerar que estamos hablando mucho más de política que de economía porque,
si es por el macro de ésta, no hay ningún dato escalofriante que corrobore el
horizonte dramático, y hasta terminal, expuesto por los operadores
periodísticos. Y por los conocidos especialistas económicos que son consultados
y propagandizados por aquéllos.
La cantidad de reservas
monetarias es suficiente para aguantar corridas y ataques especulativos: de
hecho, es lo que sucedió. La proporción de deuda en moneda extranjera sobre el
total del PBI es bajísima. Otro tanto la dimensión del mercado ilegal de
divisas, por fuera de la neurastenia que se rinde ante lo que cotiza el dólar
“blue”. La inflación, ni qué hablar, podrá ser el doble de lo que reconoce el
Gobierno, pero la vigencia de las paritarias surte a los trabajadores con
empleo estable de una herramienta que les permite empatar, o perder por poco,
en relación con su capacidad de consumo. Los verdaderamente jodidos son los
laburantes informales, pero en torno de eso hay una malla de asistencialismo
que viene arreglándoselas para evitar explosiones sociales. Y los jubilados de
la mínima, que no nadan precisamente en la abundancia si es por la ecuación
ingreso-costo de vida, son usufructuarios de la colaboración familiar gracias a
una economía que se basa en la actividad del mercado interno. Sin contar, ya
que estamos, a los dos millones y pico que pudieron jubilarse gracias a que el
Gobierno habilitó poder hacerlo sin los años de aportes que sus empleadores les
ningunearon, y hoy incorporados al consumo. Quitado o agregado lo que a cada quien
se le antoje, ¿dónde está el dramatismo estructural que señalan y pronostican
los gurúes de la city? En otros aspectos, en todo caso. En el déficit de
distribución energética; en que falta sustituir importaciones, y más aún tras
la devaluación; en que la estructura productiva, justamente, tiene serios
problemas para resistir lo que el propio Gobierno naturalizó como necesidad o
intereses de consumos. En que se debería avanzar, y no se avanza, con una mayor
participación del Estado en el control del comercio exterior. De vuelta: hay
que tener con qué en lo político; en la capacidad de convencer en torno de los
riesgos y sacrificios que eso supone. Difícil desmentir que esto significa un
nuevo paradigma convocatorio, una nueva utopía movilizadora en lugar –o muy por
encima– de pirotecnias de alcance corto o un tanto berretas, como las de
confiar en los vecinos para controlar los precios y las de “lanatear” por
izquierda con afiches escracheadores de quienes los aumentan porque sí. Está
bien, se entiende, son tácticas “energizantes”, es parte de la batalla
cultural, de la construcción de sentido simbólico. Pero es chasquiboom. Puesto
uno en roles ejecutivos, de todos modos, te quiero ver. Lo seguro es que no por
eso debe dejar de señalárselo. Para eso estamos los comentaristas, los
analistas, los intelectuales, y la llamada “gente común”, desde ya, mientras
opine con algún fundamento que no sea la desorganización caótica de su pensar,
el brulote fácil, el exabrupto histérico. O el facilismo anarco.
Lo cierto es que no hay un bloque
hegemónico que sea destituyentemente orgánico. Esto es unas facciones del gran
capital queriendo ganar más plata a costa de ajustar por abajo. Es angurria, no
un proyecto de poder consolidado ni con expectativas sólidas de encarnarse en
alguna figura indiscutible. Sí tienen una artillería potente para corroer y
ganar pulseadas, como ocurrió con la devaluación. Le torcieron el brazo al
Gobierno, símil 2008, pero eso no es ganar la contienda. Es toma y daca entre
una administración populista no conservadora, para empezar a hablar, y unas
tropas de la economía con fortaleza para desgastar sin construir. Más el dato
nada menor –al contrario: diríase clave– de que las segundas no cuentan con
sindicatos en condiciones de incendiar. Más otro: el kirchnerismo mantiene una
base electoral muy alta para una gestión que lleva diez años, y el resto es una
murga de competencia de egos, incapaz de asentar alguna zanahoria que no
signifique volver a escenarios desastrosos. El oficialismo tiene el complicadísimo
desafío de la sucesión de Cristina, pero la oposición lo emparda con sus
tremendas carencias. En otras palabras, no hay nada que no esté en disputa.
Nada. La noticia sigue siendo ésa. Expresa que las fuerzas enfrentadas
conservan volumen de pelea, y no que hay una capaz de voltear a la otra así
nomás. Es de un analfabetismo político asombroso sostener que algo puede
de-salojarse sin que el vacío sea llenado por alguna variante. Quienes hablan
de que se vive una etapa de transición poskirchnerista, ¿de qué demonios hablan
si no pueden explicar ni ofertar de transición hacia qué? Desde la ingenuidad
impotente del blanqueo de capitales y sus Cedin hasta el mamarracho que acaban
de producir con el Fútbol para Todos, con ese disparate de querer separarse de
la mujer para casarse con la suegra, la lista de errores gubernamentales es
amplia. Pero estamos fritos si el centro del universo será pasado por esos
pifies procedimentales, en vez de indagar si se mantiene o no la decisión de
que el modelo continúe por carriles inclusivos, de mejor distribución de la
riqueza, de resarcimientos sociales elementales. Hasta ahora, errores aparte,
nada indica un giro a la derecha. Sí algún inquietante desgaste, sí falta de
coordinación en las altas esferas, sí internas embrolladas, sí medidas que
suenan improvisadas, pero no eso. Y eso es lo que distingue entre lo importante
y las coyunturas.
El momento para preocuparse
gravemente será aquel en que el kirchnerismo pudiera dejar de parecerse a sí
mismo. No antes.
*Publicado en Página12
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