Muchos interpretan el cambio o la reforma
legal como si implicaran necesariamente una mácula en la Constitución.
No ven ningún avance: todo lo que se propone es retroceso. El miedo al
cambio es el primer signo del conservadurismo político. La historia no
es nueva. Todo cambio genera reacciones. De allí nació el término
reaccionario. Algunos (como Norberto Bobbio) sitúan el nacimiento del
pensamiento conservador −rasgo de la modernidad, lo que llamaríamos hoy
la “derecha”− con la reacción negativa a la revolución francesa (a cuya
declaración universal de derechos, no hay que olvidarlo, se opuso el
nazismo, que era antiliberal, antigualitario, antidemocrático, racista y
romántico).
No es exagerado decir que la Revolución Francesa y el nazismo marcan los dos extremos del pensamiento político moderno. La extrema derecha y la extrema izquierda. El mismo Bobbio, en su libro Derecha e Izquierda, elige a dos pensadores como representantes simbólicos de cada tendencia: Rousseau, que quedó asociado a la Revolución Francesa (libertad, fraternidad, igualdad, frente al nazismo, que, como todo romántico, exaltaba la guerra, la confrontación y la lucha: basta leer a Jünger). Y Nietzsche, que quedó asociado −tal vez injustamente− con el nacional socialismo alemán. La diferencia entre ambos es, precisamente, del baremo que toma Bobbio para dividir a la izquierda o centro izquierda de la derecha o centroderecha: la posición que se toma respecto de la igualdad. Lo mismo que acaba de decir la presidenta. Crecer pero crecer con igualdad. Esa es la diferencia entre el mero crecimiento y el desarrollo. Una cosa es crecer, y otra cosa es desarrollarse. A la derecha no le preocupa la igualdad (Nietzsche, por ejemplo, la denostaba y denostaba incluso la piedad cristiana). Para Rousseau, en la vereda opuesta, “todos los hombres nacen libres e iguales” (aunque por todas partes se los ve encadenados).
¿Por qué es importante una reforma constitucional? Thomas Paine, uno de los mayores estandartes de la revolución americana y francesa (a la que defendió de manera incansable contra las diatribas conservadoras de Edmund Burke –De Maistre o Bonald− que renegaba de los nuevos Derechos Humanos por ser demasiado “abstractos”, similar argumento que usaría el nazismo, un tiempo después, para denigrar a la modernidad como un invento judío) fue un pensador ilustre que instaló las bases del ordenamiento liberal que todavía hoy nos rige, un autor sensible y comprometido –como Sieyès− con la democracia que tuvo que enfrentar –y también sufrir, incluso pagando con el exilio- todas las formas imaginables del conservadurismo político (tuvo que oponerse a los sexistas, a los esclavistas, a los ortodoxos, a los latifundios, a los poderes concentrados establecidos, a los que defendían en forma ultramontana la sociedad de los estamentos). En su libro Los Derechos del hombre (Rights of Man) Paine escribió en forma categórica: “sólo los vivos tienen derechos en este mundo. Aquello que en determinada época puede considerarse acertado y parecer conveniente, puede, en otra, resultar inconveniente y erróneo. En tales casos, ¿quién ha de decidir? ¿los vivos o los muertos?” Paine se oponía a los esclavistas con esa frase. Sin embargo, Paine dejó planteada de esa forma la pregunta de hierro a la que se refiere, en última instancia, toda reforma constitucional. (No sólo la pregunta filosófica sobre la auto-referencia normativa que desveló y marcó el debate jurídico de élite entre Hart y Alf Ross, pasando por Kelsen) sino la pregunta más elemental: ¿Por qué nuestra generación no puede tener una palabra valiosa que decir? ¿Algo que decir sobre nuestro derecho?
Paine luchaba contra el status quo. En la visión de Paine, el derecho tiene la posibilidad pero también el deber de avanzar. No debe limitarse ni minarse su cambio.
Savigny –exponente de la escuela histórica del derecho− se opuso a la codificación civil en su país con un argumento que puede no ser muy diferente: el pueblo, le decía a Thibaut, el espíritu del pueblo, es el verdadero artífice último que debe impulsar y dar forma al derecho. No los abogados, no los jueces con las togas oscuras, no los profesores egregios, ilustres, en su cómodo salón alejado. Pierden el contacto con la realidad. El pueblo les da forma a las leyes. No al revés. Sólo así el derecho es honesto. El pueblo no puede desaparecer, no puede dejar nunca de pensar qué es lo más justo. El pueblo, como quería Paine, es soberano. El pueblo (más allá de que muchos impugnen superficialmente este concepto) no debe ser el esclavo obediente y ciego del derecho que recibe la norma insigne y dorada. Pero que nunca participa de ella. El pueblo, los “cabecitas negras”, el vulgo, los “negros”, los judíos, las mujeres, los indios, los inmigrantes, todos los que han sido expoliados y asesinados en nombre del odio (y la desigualdad de la raza), deben comprometerse con su derecho. No pensar que el derecho es algo extraño, una norma que imponen los jueces desde su altura inaccesible. O un producto concentrado y difícil que se enseña en las facultades. El derecho necesita el compromiso de cada persona. Es la única manera de respetar el derecho. Debe salir a la calle para saber cuáles son sus méritos, pero también cuáles son sus fallas, sus contradicciones. Sus deudas.
En Beruf unserer Zeit, Savigny defiende la idea de que el derecho es parte integrante de la vida política, y combate la idea (en la que seguramente Alberdi no pensaba) de que la ley podría ser arbitrariamente impuesta (importada) a un país, independientemente de su grado de civilización, o desarrollo. Una moda de los codificadores latinoamericanos es copiar modelos ajenos. Importar un pedazo de papel (de Francia, EE UU, Alemania), como le reprochaba Sarmiento a Alberdi, pero que no es nada más que eso. Un pedazo de papel. Muchos ponen a Brasil como ejemplo: Cardoso (otro crítico de la esclavitud y el latifundio) estudiaba con el sociólogo Roberto Schwarz (profesor en Harvard), quien en su libro famoso Las ideas fuera de lugar, se ocupa sobradamente de este punto. El derecho también puede ser “una idea fuera de lugar”. Cada país y cada región tiene la obligación, el deber ético, de construir su propio derecho. Eso es lo que está haciendo hoy la Argentina. Tal vez por eso a Savigny le importaba tanto la práctica concreta del derecho y no sólo su hermosa teoría. Cómo funciona el derecho en la realidad, y no sólo cómo se enseña en la Facultad, eso le importaba a Savigny y también a Paine. ¿Cuántas veces hemos escuchado nosotros a nuestros profesores de derecho constitucional en la UBA decir “esto que vimos es el derecho en la teoría, pero cuando salgan van a ver que el derecho en la práctica es otra cosa”? Una cosa es el derecho en la teoría y otra cosa es el derecho en la realidad. Este divorcio –este idealismo− le hace daño al derecho.
Una de las primeras constituciones del mundo, la Constitución francesa de 1793, dio una respuesta en la línea de Paine, en su artículo 28, “Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras.” Allí, con esa frase, nació la modernidad y también la democracia. Las nuevas generaciones no tienen, pues, sólo la obligación de respetar y preservar el derecho. También tienen la obligación de pensarlo.
Paine fue expulsado de Inglaterra por defender los Derechos Humanos (que denostaba Burke, con argumentos falaces). Paine puso todo su talento al servicio del liberalismo y la democracia. Su visión de la constitución apostaba por el cambio. Por un pueblo que es dueño de su derecho. Y no sólo un esclavo de él.
Paine demostró, además, que su defensa de los derechos del hombre iba de la mano (era inseparable) de la reforma de la constitución, que con las épocas avanza el hombre y avanza el derecho y que la mejor forma de capitalizar ese avance es plasmando los logros (deudas y objetivos) en el texto más valioso que tenemos: nuestra constitución. Nadie nos debería poder privar de dejar escrita allí también nuestra palabra, nuestro proyecto, nuestra ambición como personas y como sociedad. Como diría Paine, hay un debate que es generacional: si nos gobiernan los vivos. O nos gobiernan los muertos. No muy diferente de lo que Paine cuestionaba al clero. Pero el derecho nació para emancipar a las conciencias. No para ser como la religión. No para convertirse en un dogma encerrado en un castillo de cristal. Una torre intocable a la que sólo acceden los jueces cultos en sus salones privados.
Kafka tiene un texto encomiable e irónico sobre los “guardianes del Derecho”. En su texto Ante la Ley, que está también en su novela El proceso, un campesino humilde se acerca a la puerta imponente de la ley. Quiere entrar pero el guardián es demasiado grande y lo intimida. Demasiado imponente. El derecho está lleno de esos guardianes, intérpretes presentes y pasados, inmensas sombras con las que luchamos (no en vano el estilo arquitectónico elegido para nuestra Facultad es el gigantismo, que hace ver al individuo estudiante o profesor como si fuera un pequeño alfiler insignificante al lado del Derecho, también ese es el estilo del edificio de la Corte Suprema); el hombre común lucha contra los profesionales dueños del derecho (hoy mismo se ve una publicidad que hubiera espantado a nuestros primeros publicistas: “los únicos que saben derecho son los abogados”). El campesino de Kafka no entiende por qué es tan difícil entrar a la ley. El pobre campesino envejece al costado de la puerta, porque no se anima a pasar a la Constitución. La puerta del derecho está vedada, cerrada. La puerta del derecho es inmensa, pero permanece vacía. La puerta de entrada está cerrada para él. Los pobres no tienen acceso al derecho. Para el escalafón más bajo sólo queda la obediencia a los monarcas legales. Esos guardianes inmensos y celosos de los que se ríe Kafka son –o somos− los abogados. Muchos se llenan la boca hablando del derecho y de la constitución argentina. Pero no dejan que nadie entre (ose entrar, mencione siquiera la posibilidad de entrar) a su texto. A su intocable castillo de marfil. A su tesoro privado. A su Constitución. Habría que invertir la frase “vamos por todo”, que citan los periodistas. Muchos están del lado del obispo aterido, reaccionario y cobarde que, como De Maistre, observa espantado desde su castillo cómo “la horda viene a asaltarnos”. “Vienen por todo”, habrá dicho De Maistre. Y ese “por todo” quería decir concretamente: vienen a abolir los privilegios. Las mujeres y los pordioseros también tendrán derechos. Los judíos también tendrán derechos (el judaísmo es el verdadero padre de la modernidad); “son la encarnación del diablo”, dijo Bonald. “Vienen a contaminar con una falsa doctrina”, dijo Bonald. Esa “falsa doctrina” (que denostaba Bonald en el siglo XVIII) son –recalco el son− los derechos universales del hombre.
No es exagerado decir que la Revolución Francesa y el nazismo marcan los dos extremos del pensamiento político moderno. La extrema derecha y la extrema izquierda. El mismo Bobbio, en su libro Derecha e Izquierda, elige a dos pensadores como representantes simbólicos de cada tendencia: Rousseau, que quedó asociado a la Revolución Francesa (libertad, fraternidad, igualdad, frente al nazismo, que, como todo romántico, exaltaba la guerra, la confrontación y la lucha: basta leer a Jünger). Y Nietzsche, que quedó asociado −tal vez injustamente− con el nacional socialismo alemán. La diferencia entre ambos es, precisamente, del baremo que toma Bobbio para dividir a la izquierda o centro izquierda de la derecha o centroderecha: la posición que se toma respecto de la igualdad. Lo mismo que acaba de decir la presidenta. Crecer pero crecer con igualdad. Esa es la diferencia entre el mero crecimiento y el desarrollo. Una cosa es crecer, y otra cosa es desarrollarse. A la derecha no le preocupa la igualdad (Nietzsche, por ejemplo, la denostaba y denostaba incluso la piedad cristiana). Para Rousseau, en la vereda opuesta, “todos los hombres nacen libres e iguales” (aunque por todas partes se los ve encadenados).
¿Por qué es importante una reforma constitucional? Thomas Paine, uno de los mayores estandartes de la revolución americana y francesa (a la que defendió de manera incansable contra las diatribas conservadoras de Edmund Burke –De Maistre o Bonald− que renegaba de los nuevos Derechos Humanos por ser demasiado “abstractos”, similar argumento que usaría el nazismo, un tiempo después, para denigrar a la modernidad como un invento judío) fue un pensador ilustre que instaló las bases del ordenamiento liberal que todavía hoy nos rige, un autor sensible y comprometido –como Sieyès− con la democracia que tuvo que enfrentar –y también sufrir, incluso pagando con el exilio- todas las formas imaginables del conservadurismo político (tuvo que oponerse a los sexistas, a los esclavistas, a los ortodoxos, a los latifundios, a los poderes concentrados establecidos, a los que defendían en forma ultramontana la sociedad de los estamentos). En su libro Los Derechos del hombre (Rights of Man) Paine escribió en forma categórica: “sólo los vivos tienen derechos en este mundo. Aquello que en determinada época puede considerarse acertado y parecer conveniente, puede, en otra, resultar inconveniente y erróneo. En tales casos, ¿quién ha de decidir? ¿los vivos o los muertos?” Paine se oponía a los esclavistas con esa frase. Sin embargo, Paine dejó planteada de esa forma la pregunta de hierro a la que se refiere, en última instancia, toda reforma constitucional. (No sólo la pregunta filosófica sobre la auto-referencia normativa que desveló y marcó el debate jurídico de élite entre Hart y Alf Ross, pasando por Kelsen) sino la pregunta más elemental: ¿Por qué nuestra generación no puede tener una palabra valiosa que decir? ¿Algo que decir sobre nuestro derecho?
Paine luchaba contra el status quo. En la visión de Paine, el derecho tiene la posibilidad pero también el deber de avanzar. No debe limitarse ni minarse su cambio.
Savigny –exponente de la escuela histórica del derecho− se opuso a la codificación civil en su país con un argumento que puede no ser muy diferente: el pueblo, le decía a Thibaut, el espíritu del pueblo, es el verdadero artífice último que debe impulsar y dar forma al derecho. No los abogados, no los jueces con las togas oscuras, no los profesores egregios, ilustres, en su cómodo salón alejado. Pierden el contacto con la realidad. El pueblo les da forma a las leyes. No al revés. Sólo así el derecho es honesto. El pueblo no puede desaparecer, no puede dejar nunca de pensar qué es lo más justo. El pueblo, como quería Paine, es soberano. El pueblo (más allá de que muchos impugnen superficialmente este concepto) no debe ser el esclavo obediente y ciego del derecho que recibe la norma insigne y dorada. Pero que nunca participa de ella. El pueblo, los “cabecitas negras”, el vulgo, los “negros”, los judíos, las mujeres, los indios, los inmigrantes, todos los que han sido expoliados y asesinados en nombre del odio (y la desigualdad de la raza), deben comprometerse con su derecho. No pensar que el derecho es algo extraño, una norma que imponen los jueces desde su altura inaccesible. O un producto concentrado y difícil que se enseña en las facultades. El derecho necesita el compromiso de cada persona. Es la única manera de respetar el derecho. Debe salir a la calle para saber cuáles son sus méritos, pero también cuáles son sus fallas, sus contradicciones. Sus deudas.
En Beruf unserer Zeit, Savigny defiende la idea de que el derecho es parte integrante de la vida política, y combate la idea (en la que seguramente Alberdi no pensaba) de que la ley podría ser arbitrariamente impuesta (importada) a un país, independientemente de su grado de civilización, o desarrollo. Una moda de los codificadores latinoamericanos es copiar modelos ajenos. Importar un pedazo de papel (de Francia, EE UU, Alemania), como le reprochaba Sarmiento a Alberdi, pero que no es nada más que eso. Un pedazo de papel. Muchos ponen a Brasil como ejemplo: Cardoso (otro crítico de la esclavitud y el latifundio) estudiaba con el sociólogo Roberto Schwarz (profesor en Harvard), quien en su libro famoso Las ideas fuera de lugar, se ocupa sobradamente de este punto. El derecho también puede ser “una idea fuera de lugar”. Cada país y cada región tiene la obligación, el deber ético, de construir su propio derecho. Eso es lo que está haciendo hoy la Argentina. Tal vez por eso a Savigny le importaba tanto la práctica concreta del derecho y no sólo su hermosa teoría. Cómo funciona el derecho en la realidad, y no sólo cómo se enseña en la Facultad, eso le importaba a Savigny y también a Paine. ¿Cuántas veces hemos escuchado nosotros a nuestros profesores de derecho constitucional en la UBA decir “esto que vimos es el derecho en la teoría, pero cuando salgan van a ver que el derecho en la práctica es otra cosa”? Una cosa es el derecho en la teoría y otra cosa es el derecho en la realidad. Este divorcio –este idealismo− le hace daño al derecho.
Una de las primeras constituciones del mundo, la Constitución francesa de 1793, dio una respuesta en la línea de Paine, en su artículo 28, “Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras.” Allí, con esa frase, nació la modernidad y también la democracia. Las nuevas generaciones no tienen, pues, sólo la obligación de respetar y preservar el derecho. También tienen la obligación de pensarlo.
Paine fue expulsado de Inglaterra por defender los Derechos Humanos (que denostaba Burke, con argumentos falaces). Paine puso todo su talento al servicio del liberalismo y la democracia. Su visión de la constitución apostaba por el cambio. Por un pueblo que es dueño de su derecho. Y no sólo un esclavo de él.
Paine demostró, además, que su defensa de los derechos del hombre iba de la mano (era inseparable) de la reforma de la constitución, que con las épocas avanza el hombre y avanza el derecho y que la mejor forma de capitalizar ese avance es plasmando los logros (deudas y objetivos) en el texto más valioso que tenemos: nuestra constitución. Nadie nos debería poder privar de dejar escrita allí también nuestra palabra, nuestro proyecto, nuestra ambición como personas y como sociedad. Como diría Paine, hay un debate que es generacional: si nos gobiernan los vivos. O nos gobiernan los muertos. No muy diferente de lo que Paine cuestionaba al clero. Pero el derecho nació para emancipar a las conciencias. No para ser como la religión. No para convertirse en un dogma encerrado en un castillo de cristal. Una torre intocable a la que sólo acceden los jueces cultos en sus salones privados.
Kafka tiene un texto encomiable e irónico sobre los “guardianes del Derecho”. En su texto Ante la Ley, que está también en su novela El proceso, un campesino humilde se acerca a la puerta imponente de la ley. Quiere entrar pero el guardián es demasiado grande y lo intimida. Demasiado imponente. El derecho está lleno de esos guardianes, intérpretes presentes y pasados, inmensas sombras con las que luchamos (no en vano el estilo arquitectónico elegido para nuestra Facultad es el gigantismo, que hace ver al individuo estudiante o profesor como si fuera un pequeño alfiler insignificante al lado del Derecho, también ese es el estilo del edificio de la Corte Suprema); el hombre común lucha contra los profesionales dueños del derecho (hoy mismo se ve una publicidad que hubiera espantado a nuestros primeros publicistas: “los únicos que saben derecho son los abogados”). El campesino de Kafka no entiende por qué es tan difícil entrar a la ley. El pobre campesino envejece al costado de la puerta, porque no se anima a pasar a la Constitución. La puerta del derecho está vedada, cerrada. La puerta del derecho es inmensa, pero permanece vacía. La puerta de entrada está cerrada para él. Los pobres no tienen acceso al derecho. Para el escalafón más bajo sólo queda la obediencia a los monarcas legales. Esos guardianes inmensos y celosos de los que se ríe Kafka son –o somos− los abogados. Muchos se llenan la boca hablando del derecho y de la constitución argentina. Pero no dejan que nadie entre (ose entrar, mencione siquiera la posibilidad de entrar) a su texto. A su intocable castillo de marfil. A su tesoro privado. A su Constitución. Habría que invertir la frase “vamos por todo”, que citan los periodistas. Muchos están del lado del obispo aterido, reaccionario y cobarde que, como De Maistre, observa espantado desde su castillo cómo “la horda viene a asaltarnos”. “Vienen por todo”, habrá dicho De Maistre. Y ese “por todo” quería decir concretamente: vienen a abolir los privilegios. Las mujeres y los pordioseros también tendrán derechos. Los judíos también tendrán derechos (el judaísmo es el verdadero padre de la modernidad); “son la encarnación del diablo”, dijo Bonald. “Vienen a contaminar con una falsa doctrina”, dijo Bonald. Esa “falsa doctrina” (que denostaba Bonald en el siglo XVIII) son –recalco el son− los derechos universales del hombre.
*Publicado en Tiempo Argentino
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