La semana que termina se podría resumir en
dos momentos determinados que simbolizan el momento histórico por el que
atraviesa la Argentina de hoy con sus grandezas y sus mezquindades
políticas. El primero es el de la presidenta de la Nación, Cristina
Fernández, sosteniendo con mano trémula el tubo de ensayo con petróleo
en el momento en que anunciaba la nacionalización de YPF. Son unos
segundos fecundos en los que ese hermoso temblor permite que todos
sepamos que la jefa de Estado sabe que en ese momento se está filtrando
la historia entre sus manos.
Es el gesto de una mujer valiente que es
consciente de la trascendencia que tiene su acción y, aun contra su
voluntad, lo hace saber a su pueblo. Ante ese gesto de humanidad sin
fingimientos cualquiera se da cuenta de que lo que se está jugando es
trascendental. El segundo es el instante en que el intendente de la
Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, relata el artificioso –y poco
creíble– momento en que se despertó a las 5 de la mañana y se abraza a
su hija angustiado por el futuro de su país. Aparatoso y espasmódico,
por primera vez mostró su verdadera cara: pro-privatizador, pro-empresas
trasnacionales, pro-noventista
Hace poco más de un mes escribí que uno de los dogmas que existía
para mí era que YPF debía ser nacionalizada. Reconozco que es un error
porque en política no debe haber axiomas morales ni ideológicos, sino
convicciones racionales y argumentativas, aunque estas se encuentren
cargadas de afectividades. Y si uno analiza con minuciosidad el discurso
de la presidenta se dará cuenta que no hubo grandes apelaciones
patrioteras, que no existió una puesta en escena desafiante y
chauvinista sino que apeló a una detallada argumentación desde la
racionalidad política y económica de por qué era necesario expropiar
YPF-Repsol y recuperar la “soberanía energética”, frase que puede
generar confusiones porque toda apelación a la “soberanía” conlleva una
carga subjetiva y pasional, además de su significado estrictamente
político.
A no confundirse, la presidenta ha tomado su decisión de expropiar
YPF con absoluta racionalidad. Aun cuando todas sus convicciones
ideológicas le dictaban la necesidad de hacerlo, con la carga emocional,
incluso, que conlleva esa medida, y con todo el beneficio político, en
términos de legitimidad, que puede otorgarle –no faltan ya las voces que
se escandalizan por el uso “demagógico” o “populista” de la
nacionalización–, es el cálculo de costo-beneficio el que guío la acción
de Cristina Fernández. No se trata de un arrebato irresponsable por
parte del Ejecutivo sino de una medida de extrema necesidad lógica.
Repsol –como bien explicó el apasionado Axel Kicillof en las comisiones
del Senado– realizaba un descalabro económico para la economía nacional y
profundizaba un proceso de vaciamiento de empresa que nos dejaría a los
argentinos a las puertas de un desastre hidrocarburífero. Por lo tanto,
no se trató de una cuestión dogmática o meramente ideológica sino de
una inteligente decisión tomada –con gran valentía– por la presidenta de
la Nación. El apoyo que Brasil dio a la nacionalización de YPF, por
ejemplo, demuestra que no se trata, tampoco, de una decisión aislada,
sino que está enmarcada en una política energética continental y de
mucha mayor profundidad que la que los principales analistas pueden
prever.
La frase “la historia se hace cuando se puede, no cuando se quiere”
es irrefutable y marca, también, el alto nivel de pragmatismo, en el
sentido real del término, que guío la acción del Ejecutivo: las
transformaciones –incluso aquellas que parten de las convicciones más
profundas– no se hacen a tientas y a locas si no cuando “están dadas las
condiciones objetivas y subjetivas” para llevarlas adelante. Un
interesante mensaje tanto para “apresurados” como “retardatarios”, en
términos peronistas clásicos.
La irracionalidad estuvo en otros lados. Por empezar en las élites
dirigenciales de la vetusta monarquía española que se repartió entre ir a
cazar elefantes por el mundo o intentar reinstalar militarmente el
Virreinato del Río de la Plata. Entre esos extremos, se dijeron
cualquier tipo de barbaridades políticas y económicas y se lanzó mucha
pirotecnia que, por ahora, no se vio registrada en consecuencias
directas para la Argentina en los foros internacionales ni en sanciones
concretas por parte de la Unión Europea y los Estados Unidos. Un párrafo
aparte se merece la prensa española que ha demostrado que se puede
informar de manera más aberrante aun que Clarín y La Nación, con la sola
defensa de que los periodistas ibéricos, por lo menos, lo hacían con la
buena voluntad de defender los intereses de una empresa que,
supuestamente, es de capitales españoles. Los periodistas de Clarín y La
Nación lo hacen con la mala voluntad de atacar los intereses de la
mayoría de los argentinos.
La UCR-Conservadora, en vez de saludar la medida que ponía a YPF en
la línea histórica de Hipólito Yrigoyen, se enredó en dilaciones,
dudas, propuestas alternativas, críticas insustanciales que, lejos de
devolverle cierta iniciativa, la enmarañó aun más en sus propias
indefiniciones. Excepto el sector liderado por Leopoldo Moreau, que
marcó su apoyo aun con algunas críticas, el resto siguió en “sí pero no
ni nos animamos”. María Eugenia Estenssoro –hija del desguazador de YPF
en los ’90, José Estenssoro, quien, según el especialista Hernán Palermo
dejó en cuatro años a 30 mil trabajadores de la empresa en la calle y
abrió las puertas para la privatización en 1993– se convirtió de buenas a
primeras en la defensora de YPF frente a las supuestas violaciones
kirchneristas de la empresa. Todo demasiado confuso para una misma
sesión de comisión. Por último, el insomne Mauricio Macri que no pudo
dormir la primera noche por el miedo que le causó la nacionalización de
YPF y tampoco pudo dormir la segunda noche cuando le acercaron las
encuestas que confirmaban que nueve de cada diez argentinos apoyaban la
nacionalización de YPF y se la pasó pensando en cómo iba a tratar de
decir al otro día que él tan noventista no era y que, bueno, si llegaba a
presidente no iba a reprivatizar YPF.
Un párrafo aparte se merecen los empresarios que no han podido
ponerse de acuerdo en una declaración pública. Algunos industriales
tienen un pensamiento patológico: nunca han tenido sectorialmente
utilidades tan jugosas como las de los últimos años. Sin embargo,
ninguno de ellos es capaz de reconocerlo públicamente y hacerse cargo de
tomar el modelo como propio. Ni siquiera el Grupo Eskenazi estuvo a la
altura de las circunstancias políticas. Y allí hay una falla cultural
estructural del empresariado argentino que no tiene capacidad de
reconocerse a sí mismo como una burguesía nacional y siempre vive
asustado del Estado, que al fin y al cabo, en sus momentos de
nacionalismo económico debe suplir las deficiencias de ese sector
económico que no defiende ni sus propios intereses grupales. Es decir,
los argentinos debemos soportar la existencia de industriales ricos con
una pobre burguesía.
Por último, hay que hacer notar que la derecha neoliberal, tanto
europea como argentina, ya huele a moho. Encerrados en dogmas y en
prejuicios ideológicos, tienen poco más que hambre, pobreza,
endeudamientos y desocupación para los pueblos. Lo demuestra el
irracional pero “principista” gobierno de Mariano Rajoy y, también, el
discurso vaciado de contenido del tirifilo porteño. Incluso, las
desconfianzas del empresariado argentino forman parte de ese descalabro
valorativo y cultural. Hoy la racionalidad económica y política no está
en el neoliberalismo. Hoy, la derecha se quedó anclada en los años
noventa. Si quiere proponer algo interesante, debería modernizarse y
decirle adiós a esa década.
*Publicado en Tiempo Argentino
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