Una de las pasiones más encendidas en Argentina, es la de indignarse. La indignación forma parte indisoluble del pensamiento mediatizado, que se muestra como un valor moral que demanda corrección y apego a éticas que sólo cumplirían quienes las mencionan en sus emotivas monsergas de indignados, ante hechos que consideran fundamentales para la sociedad. Sobran ejemplos de aquellos y aquellas que, habiendo coimeado a policías de tránsito para evitar una multa decenas de veces, se indignan hasta el paroxismo cuando se acusa de tal cosa a un funcionario estatal, sobre todo si pertenece al sector político que la mediática hegemónica señala como generador de todos los males padecidos.
La actualidad política nacional no pasa precisamente por un etapa floreciente en cuanto a la calidad de sus dirigentes, ni de las acciones que éstos generan. Lejos de ello, la degradación ideológica promovida y alentada por los dueños de los hilos de las marionetas mediáticas y judiciales, ha ido empujando a los pocos y pocas que sí sostienen sus principios doctrinarios, al ostracismo forzado por una persecución obscena y descarada que, a su vez, forma parte de esa aparente “castidad” de la sociedad de indignados e indignadas.
Lejos de saciarse de “indignaciones”, los integrantes de esta sociedad de idiotizados comunicacionales arrecian con sus ataques cuando surgen evidencias de lujuriosas actitudes de personajes que integren el espacio político elegido como blanco de todos los desvelos de sus odios prefabricados. Más aún, la sobreactuación de quienes comparten ese espacio de poder, llega hasta límites del ridículo, exagerando modos y palabras de tal modo, que hasta sobrepasan a los de los enemigos ideológicos. Nada que no sea previsible en circunstancias como las actuales, donde la doctrina viene supliéndose con formatos cada vez más parecidos a los que el Poder Real necesita, cada vez más alejados de los que la sociedad requiere de verdad.
Claro que los actos reñidos con la ética política más elemental subleva. Por supuesto que rebela el accionar de algunos y algunas que se piensan integrantes de una elite politiquera que nada tiene que ver con el origen ideológico del sector político al que dicen pertenecer. Pero son parte de un sistema degradado por la intrusión de prácticas opuestas a las originales doctrinas que se dicen sostener, alimentadas por los enemigos del Pueblo que saben corromper hasta hacer cómplices de sus andanzas a esos patéticos personajes devenidos en actores, voluntarios o involuntarios, de la buscada decadencia del movimiento político que intentan destruir desde hace décadas.
Mientras tanto, no indignan demasiado los millones de padecientes cotidianos de la miseria instalada por el neoliberalismo, aquellos que revUelven basurales para saciar su hambre. No indigna tanto la existencia de las villas miseria, donde al horror de la degradación social se le suma la estigmatización clasista de los indignados del “mediopelo”. No molestan demasiado las elusiones financieras de los poderosos que se quedan con miles de millones de los “fetichescos” dólares, que roban a las arcas de un Estado que pretenden vaciar cada día más en nombre de la “libertad de mercado”. No parece resultar muy indignante la evasión impositiva que genera la disminución de las posibilidades de atender más y mejor las necesidades sanitarias, educativas y habitacionales de la población más postergada. Son perdonados quienes, “sobrando” a las mayorías, las endeudan por cien años, las arrastran al fondo del Fondo y las sumergen en las letrinas de la injustica social más atroz y perdurable.
Son indignaciones dirigidas hacia “blancos” específicos, esos que necesitan abatir antes que se conviertan en alternativa real para la ciudadanía que ansía salir del pozo, pero no alcanza a ver que habrá allá arriba cuando asome su cabeza dominada por impulsos mediáticos. Son indignados promovidos por la parafernalia “goebbeliana” predominante, dispuesta a linchar al procaz corrupto de ocasión, pero jamás a los poderosos corporativizados que les hacen sobrevicir en medio de las peores circunstancias económicas, a quienes nunca culparán, porque “la culpa es de Cristina...”, y otras sandeces por el estilo.
Camino al cadalso electoralista, todo parece valer para evitar que el peronismo pueda renovar su condición de “salvador” de las locuras de los poderosos y sus empleados políticos de turno. Lejos de comprender este repetido sistema destructivo, algunos creen que alimentar las indignaciones por esas corruptelas miserables, permitirán contrarrestar los ataques del Poder. Ríen felices los productores de estas comedias de enredos antisociales, que logran a cada paso demoler las voluntades populares con vulgaridades que remitan a una ética que ellos nunca han tenido. Esa que debemos buscar en nuestra historia de pasiones populares plagadas de ejemplos virtuosos, dignos de emular, donde la moral doctrinaria no se desteñía por la infamia de los pocos que pretendieran implosionarla.
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