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Por
Roberto Marra
Por
estos tiempos de coronavirus, dengue y sarampión, las plagas han
recobrado el interés de toda la población, en el Mundo y en nuestro
País. Los medios hacen su parte, las más de la veces orientados al
sensacionalismo antes que a la difusión de lo que importa de verdad.
La cuestión es que el desarrollo de enfermedades de alcance masivo
se ha transformado en el eje de políticas públicas que intentan
apaciguar sus consecuencias, además de intentar acabar con ellas.
Cierta
o nó tal sospecha, la existencia de estos conglomerados de empresas
que conducen el que parece ser el segundo más grande “negocio”
despues de la venta de armas en el Mundo, resulta ser uno de los más
importantes impedimentos para que, paradójicamente, se puedan
combatir exitosamente las plagas más peligrosas para los humanos. La
misión de estas poderosas empresas multinacionales no es la de
acabar con enfermedades, sino buscar la manera de sostener la
necesidad de sus presencias en el “mercado” de “la salud”,
una tergiversación de la palabra cuya definición remite a un
bienestar que no proveen semejantes nucleos corporativos con sus
perversas acciones especulativas.
La
concentración de las investigaciones es el paradigma
científico-capitalista que mantiene atadas a las naciones a los
designios de estos oligopolios mundiales, obligándolas a pagar
fortunas por vacunas y fórmulas farmaceúticas imprescindibles para
combatir esos males de tan dudosos orígenes. Cuando se logran
avances en estas materias en base a desarrollos nacionales con apoyos
o directamente dependientes de los Estados, aquellos grupos
económicos pondrán “el grito en el cielo”, apuntarán sus
dardos envenenados de mentiras sobre los productos que se hayan
logrado crear, hasta generar dudas mortales sobre las bondades de
estos descubrimientos y acabar con las posibilidades de sus
difusiones masivas de bajo costo.
Este
accionar asesino pone además al descubierto el interés por mantener
una medicina de carácter “curativo” antes que preventivo.
Importa que existan necesidades medicinales para la generación de
soluciones que solo ellos pueden crear. Pretenden que poco y nada se
haga para generar conciencia entre las poblaciones, salvo las que
obliguen al uso indiscriminado de sus fármacos. No les hace mella el
resultado fatal que provocan, porque están mucho más allá de
cualquier tipo de ética.
Ninguno
de estos actos nocivos para la humanidad podrían tener la expansión
que tienen, si no fuera por la complicidad de gobiernos que, en
algunos casos, hasta son puestos allí por estos mismos actores de la
falsa medicina corporativa. Mucho menos podrían resultar tan
“populares” los usos de sus productos sin la interesada
colaboración de los medios de comunicación, otros socios
indispensables para la aceptación masiva y segura de tantos millones
de idiotizados publicitarios.
También
existe la inestimable ventaja de la “cooperación” de algunos
profesionales médicos, cuyas cuentas bancarias suelen crecer al
ritmo del incremento de las de los laboratorios. Les acompañan las
corporaciones sanatoriales privadas, actuando como una red de
contención frente a las políticas preventivas, cuyos éxitos les
restarían “clientela” para sus costosos aparatajes de
diagnóstico y tratamiento, amén de los convenientes tiempos de
“hotelería” sanatorial.
Tanta
profusión de factores alineados para el lucro en base a las
enfermedades masivas, terminan horadando las posibilidades de
verdadera protección de la salud. Tanto involucramiento de actores
que se suponen parte de un sistema destinado a evitar la aparición,
desarrollo y expansión de enfermedades, en actividades más propias
de comerciantes que de profesionales al servicio del bienestar físico
y psíquico de las personas, terminan por desnaturalizar y corromper
el concepto mismo de “salud”, tirando a la basura los empeños de
tantos sacrificados sanitaristas que intentaron e intentan socializar
la aplicación de métodos de probadas eficacias para eludir
dolencias evitables.
Es
imprescindible eliminar la peor de las plagas creadas por el hombre,
la de la miseria, material y espiritual. Una, por ser la base de las
peores afecciones posibles por la degradación de las defensas
naturales de los cuerpos. La otra, por ser el sustento de las vilezas
más inauditas y desencadenantes de las más horrorosas consecuencias
para la humanidad, solo por perseguir el inútil crecimiento de las
fortunas de los alienados que se pretenden dueños de las vidas
ajenas.
Para
lograr semejante avance en la salud real, no bastará con colocar
vacunas o otorgar remedios, aún con lo valioso e indispensables que
puedan ser. Se necesitará otro concepto de sociedad, donde la
palabra solidaridad emerja como la auténtica base de sustentación
de lo humano. Y donde la justicia se convierta en algo más que una
estatua cegada con balanzas y espada, para hacer trizas a los
perversos vendedores de falsos elixires milagrosos.
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