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Por
Roberto Marra
La
palabra “poder” implica la capacidad de una persona o de un
mecanismo cualquiera para realizar algo. Se trata de un verbo cuya
utilización es permanente y cotidiana, desde lo indicativo de una
acción hasta la abstracción de un pensamiento que intente definir
un hecho imaginado. Pero su uso como sustantivo, si bien contiene en
sí el concepto de aptitud para hacer, conlleva otro significado que
denota dominio, potestad, mando, autoridad, influencia o fuerza.
Existe
el “poder político” de las autoridades electas por el Pueblo o
ejercido por quienes de facto y por la fuerza se asumen como dueños
de él. Está el “poder económico”, determinado por los actores
del sistema de relaciones entre la producción, el trabajo, el
comercio, la industria y demás factores que puedan caber en el
imbrincado proceso que la sociedad genera para su desarrollo y
sostenimiento. Hay un “poder jurídico”, manifestado por el
sistema legal que provee las bases para las relaciones entre
individuos y corporaciones diversas, además de ser la mano que
sanciona las desviaciones de lo establecido por las reglas creadas al
efecto de mantener un determinado “status quo” social.
“Asumir
el poder”, implica toda una manifestación de vigor, significa más
que un simple acto protocolar donde se ungen autoridades. Es hacerse
cargo de tomar decisiones que involucran a toda una sociedad, incluso
a mucho más que a una nación, pudiendo llegar a ser de influjo
internacional, cuando lo impuesto se convierte en determinante para
el manejo de la cosa pública en otros países, producto de las
capacidades de dominación que generan las acumulaciones de poderíos
económicos y financieros, base que se resguarda con otro poder, el
de la fuerza de las armas.
Las
corporaciones transnacionales que se han convertido en propietarias
de casi todo en el Planeta, han alcanzado ese particular escaño que
parece convertirlos en dioses, al menos del famoso “mercado”,
invención suprema del sistema que nos envuelve y parece poseer el
“poder” de modificar la realidad de cada nación por influjo de
las determinaciones de los pocos que lo manejan de verdad.
Para
custodiar semejantes facultades, está el imperio de turno, brazo
armado y receptor económico de la expoliación planetaria, poseedor
de jurisdicciones sin límites, salvo los que se atrevan a ponerles
los rebeldes del sistema, esas anomalías surgidas en algunas
naciones, encarnadas en líderes que representan otro poder, el que
debiera ser el único, el importante, el supremo: el popular.
El
Poder, el endiosado, el que se autoadjudica el mando del Mundo, el
que hace y deshace, el que envía a la muerte temprana a millones de
desarrapados, esas “sobras” de un sistema obsceno de
acumulaciones infinitas y sin sentido alguno, como no sea el perverso
placer de plantear superioridades que solo pueden ejercerse por la
fuerza; ese “poder” se alimenta cada día de las claudicaciones,
de las pobrezas ideológicas, de los desvíos de las convicciones
honestas y solidarias de las mayorías que caen bajo el influjo de
los planteos fatuos que se introducen en sus conciencias por
intermedio de otro “poder” fundamental: el cultural.
Así
establecido, ese conglomerado de “poderes” que aportan al que se
pretende único y supremo en el Mundo, termina por generar un
“pensamiento único”, una única forma de observar la realidad,
lo que termina por transformar a las sociedades en autómatas
reproductoras del poder de sus verdugos, penetrando hasta a algunos
de sus detractores, lo cual imposibilita verdaderos cambios sociales
e inmoviliza al Pueblo, que solo se atreve a elevar sus protestas
cuando se sobrepasa el límite de la sobrevivencia, y hasta en ese
caso suele ser manipulado para el desarrollo y el final de sus
luchas.
La
utopía mayúscula de acabar con “El Poder”, de transformar al
Planeta en el “hogar” que contenga por igual a todos sus
habitantes, puede que parezca una fantasía, al menos para las
generaciones actuales. Pero la necesidad de terminar con sus
oprobiosos manejos, de apartarse del camino de la autodestrucción a
la que nos dirigen como humanidad, debieran ser los objetivos
supremos de quienes asuman esos pequeños pero imprescindibles
“poderes” para los cuales los pueblos emiten sus votos.
Es
desde esos rincones por donde, hasta ahora, se pasean muy orondos los
dueños del Poder Real, de donde deberán nacer los nuevos caminos
que se dirijan a un destino diferente al impuesto por los poderosos,
que se atrevan a modificar las bases de sus dominios y lideren la
construcción de otra realidad, sobre la que hace décadas se
trazaron sus principios nunca cumplidos del todo en los breves
períodos donde se intentó concretarlos.
Ahora
es la hora de hacerlo, este es el momento que los pueblos no pueden
dejar pasar. Ya mismo se impone delinear las politicas que hagan
posible despertar de la pesadilla impuesta por los poderosos, para
liberar las fuerzas contenidas por los olvidados, los perseguidos,
los condenados y los excluídos, para que se transformen en Pueblo,
protagonista de su propio destino, asuman todas las competencias que
les otorgan las razones escamoteadas desde siempre y hagan realidad
el más hermoso de los poderes: el de la Justicia Social.
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