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Una parte de la sociedad la
desoyó espontáneamente; a otra parte, filósofos antiguos fueron convenciéndola
de que era mala y no quería el bien de los suyos; una porción, quizá, fue
indiferente a sus palabras y sus actos; otra, enorme a la luz de lo que se
vivió como final y de lo que aún sigue pensándose de ella, la escuchó, la
atendió, la siguió. Es probable que, como sucede muchas veces, su figura
continúe creciendo con el tiempo.
Se sabe que cuando un dios atribuía a alguien un favor o un disfavor,
ni él mismo o ningún otro dios, cualquiera fuese en jerarquía o en poder, podía
después contradecirlo, eliminar la atribución, lo que antes se había producido.
Sólo, sí, otorgar, si lo quería y se lo proponía, un favor o disfavor
suplementario, llamado a modificar, en cierto sentido relativo, el anterior. Es
lo que pasó, entre muchos otros ejemplos, con Casandra, la hija de Hécuba y de
Príamo, reyes de Troya. Siendo sacerdotisa de Apolo, pactó con él, a cambio de
un encuentro amoroso, el otorgamiento del don de profecía. Sin embargo, cuando
accedió a los secretos de la adivinación, Casandra rechazó el amor del dios;
éste, sintiéndose traicionado, al darle el único beso que logró arrancarle, la
maldijo escupiéndole en la boca: seguiría poseyendo su don, pues ninguno podía
quitárselo, pero nadie creería jamás sus profecías; la privó del don de
persuasión, de convicción. Así, tiempo después, ante su anuncio repetido de la
inminente caída de Troya, no hubo troyano que diera crédito a sus vaticinios.
Ella, junto a Laocoonte, fueron los únicos que predijeron el engaño mediante el
célebre caballo, la derrota, la muerte de Agamenón y su propia desgracia, pero
fue incapaz de evitar estas tragedias porque no se le creyó, tal era su
castigo. Publio Virgilio, entre los más fieles lectores de los griegos, lo
comenta así: “Cuatro veces se paró la enemiga máquina en el mismo umbral de la
puerta, y cuatro veces se oyó resonar en su vientre un crujido de armas. Avanzamos,
no obstante, desatentados y ciegos en nuestro delirio, y colocamos el fatal
monstruo en el sagrado alcázar. Entonces también abrió la boca para revelarnos
nuestros futuros destinos Casandra, jamás creída de los Troyanos por voluntad
de Apolo; y nosotros, infelices, para quienes era aquél el último día, íbamos
por la ciudad, ornando con festivas enramadas los templos de los dioses”
(Eneida, Libro II). Por su parte, Apolodoro (Epítome, 16-17), Ioannes Tzetzes
(Escolios sobre Licofrón), Higinio (Fábulas) cuentan también la historia: “Al
amanecer los exploradores troyanos informaron que el campamento griego estaba
reducido a cenizas y que su ejército se había ido dejando un caballo gigantesco
en la costa. Príamo y varios de sus hijos salieron para verlo y se quedaron
contemplándolo con asombro. El caballo resultó demasiado ancho para que pudiera
pasar por las puertas. Incluso cuando ensancharon la brecha en la muralla se
atrancó cuatro veces. Con enormes esfuerzos los troyanos lo subieron a la
ciudadela, pero al menos tomaron la precaución de volver a cerrar la brecha en
la muralla. Siguió otra agitada discusión cuando Casandra anunció que el
caballo contenía hombres armados, y le apoyó el adivino Laocoonte /.../ Gritó:
¡Necios, no confiéis en los griegos ni siquiera cuando os traen regalos! Y
dicho eso arrojó su lanza, que se clavó vibrando en el ijar del caballo e hizo
que dentro de él se entrechocaran las armas. Se oyeron gritos de: ¡Quemémoslo!
¡Arrojémoslo por la muralla! Pero los partidarios de Príamo suplicaron: Dejadlo
donde está”. En algunas versiones se afirma que la gente creía que ella
deliraba; en otras, que su familia la trataba como insana o que la encerraba en
la casa o la encarcelaba, lo que la hizo enloquecer. En otras versiones,
simplemente parece incomprendida.
Terminada la guerra, durante el saqueo de la ciudad, Ayax, hijo de
Oileo, encuentra a Casandra refugiada bajo un altar dedicado a la diosa Atenea.
Aunque la princesa se agarra a la sagrada estatua, Ayax desoye sus ruegos, y la
arrastra junto con aquélla. Según algunas fuentes, la viola en ese preciso
lugar; para otras fuentes, el sacrilegio cometido por Ayax habría consistido en
no respetar la sagrada estatua de la diosa. Este hecho condena al guerrero,
pues Poseidón, solicitado por la ofendida Atenea, provoca una tormenta en las
cercanías del promontorio de las rocas Giras, hundiendo el barco en que navega
Ayax, quien muere ahogado, o clavado a las rocas por el tridente de Poseidón
según otra variante de la leyenda. Hay versiones alternativas de la historia en
las que Casandra, siendo niña, pasa la noche en el templo de Apolo con su
hermano gemelo Héleno, y las serpientes limpian y absorben en sus orejas (“Los
gemelos estaban dormidos y dos serpientes les pasaban la lengua por los órganos
de los sentidos para purificarlos...”), por lo que ambos serían capaces a
partir de entonces de oír el futuro. Otras versiones sugieren que Casandra
adquiere la habilidad de entender el idioma de los animales, en lugar de la de
conocer el futuro.
Casandra parece ser un arquetipo del líder desoído. Y siempre que eso
ha pasado, los pueblos han perdido importantes atributos. El mensaje de la
leyenda podría residir o ir dirigido, más que al emisor, a los receptores de
las palabras del héroe mítico. En ciertos momentos de su historia, los pueblos
no quieren oír voces de alerta que los apelan, no quieren escuchar
advertencias, aunque sean verdaderas y sinceras, de fenómenos negativos,
grandes males y hasta catástrofes a que un determinado comportamiento o elección
pueden llevar, y prefieren recostarse en palabras dulces al oído que prometen
paz y felicidad, aunque parezcan, o se verifiquen, falsas. En cuanto a ella,
dice Emil Cioran en sus Pensamientos estrangulados: “Bien mirado, es más
agradable verse sorprendido por los acontecimientos que haberlos previsto.
Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha ¿cómo afrontar la
desdicha misma? Casandra se atormenta doblemente: antes y durante el desastre,
mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia”.
A su modo, Walter Benjamin implica e interpreta al personaje viendo en
el Angelus Novus, de Paul Klee (1920) (relato que éste extrae del Talmud) a
aquél que, a pesar de que contempla los deshechos de la historia, no puede
detener su vuelo hacia el porvenir. “Hay un cuadro de Klee que se titula
Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de
algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca
abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su
cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una
cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar
ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse,
despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta
desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel
no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el
futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él
hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso” (Tesis de Filosofía
de la Historia, IX. Traducción de H. A. Murena). Humildemente (se trata nada
menos que de Walter Benjamin), me permito moderar su mesianismo: no pienso que
siempre lo que está en el futuro, por esa sola razón, deba llamarse “progreso”.
* Escritor, docente
universitario.
Publicado en Página12
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