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El gobierno de Mauricio Macri y
sus ansias refundacionales ponen al peronismo en una encrucijada: o se hace
cargo de la mitad menos uno que no votó a Cambiemos y trata de expandir sus
horizontes de representación para volver a ganar, o se hunde en un pase de
facturas eterno que lo divide y le aporta a la estrategia oficialista el peronismo
dócil y jibarizado que esta necesita para asegurar no sólo el tránsito
parlamentario a sus reformas liberales, sino a la construcción de un país
desigual por décadas, como el que existía antes de la llegada del radicalismo y
el peronismo al firmamento democrático.
La tensión interna en el peronismo es evidente. Hay un sector que
supone la existencia de una grieta para construir un espacio peronista
poskirchnerista. Como abanderado de esta propuesta se destaca el salteño Juan
Manuel Urtubey. Desde que Macri asumió, no para de tirarle centros. Sería algo
así como el peronismo prolijo que necesita la revolución de la alegría
devaluadora. Su principal objetivo es alejar al peronismo de los postulados
ideológicos que el kirchnerismo le imprimió en los últimos 12 años, en
competencia con el massismo. Una renovación por derecha, que sueña con subirse
al balcón de la Rosada junto al líder de Cambiemos para inaugurar una nueva
etapa política que retroceda lo suficiente como para poner al país en la misma
situación en la que estaba antes de la llegada de Néstor Kirchner. Son los
peronistas republicanos, al mejor estilo de lo que fue Ángel Federico Robledo
en su momento. Su base no es el peronismo matancero sino el Club Americano,
frente al Teatro Colón.
Hay otra corriente que quiere normalizar al PJ, no comulga
abiertamente con el macrismo como Urtubey, pero quisiera ver derrotada la
hegemonía interna del cristinismo de los últimos años, sin llegar a la
deportación del movimiento de todos sus cuadros. Por el contrario, se proponen
integrarlo, con una menor incidencia en la conducción o con una conducción
colegiada en la que aceptarían a CFK como presidenta del PJ si a ellos se les
garantiza aparecer en sus flancos. Es un agrupamiento que incluye figuras
diversas, con distintas valoraciones sobre lo que se hizo desde el gobierno y
lo que conviene hacer a futuro dentro del horizonte partidario y más allá
también. Conviven allí, entre otros, Carlos Kunkel, José Luis Gioja, el
peronismo matancero y hasta Daniel Scioli. En un punto, reconocen méritos al
kirchnerismo y a CFK, pero no a La Cámpora ni a Nuevo Encuentro ni a las
organizaciones políticas que surgieron con fuerza dentro del dispositivo de
poder creado a partir de 2003, y que actuaron como exitoso blindaje de la presidenta,
lo cual representa un contrasentido.
La reperonización de su discurso tiene un doble efecto, paradojal:
desconecta de toda esa inmensa masa de gente movilizada que reconoce la
conducción de CFK sin declararse peronista, pero a la vez asume que en la
tradición movimientista del peronismo existe el frentismo con sectores que no
lo son. Su debilidad es que a la derecha del kirchnerismo ya está Sergio Massa,
al que ellos no apoyaron y hoy está instalado como receptor de pejotistas
poskirchneristas.
El tercer grupo es el más dinámico y movilizado. El que colmó la plaza
del 9 de diciembre en un hecho histórico, inédito. El que tiñó de banderas y
discursos la plaza del Congreso en defensa de la Ley de Medios. Se trata de la
mayor corriente dentro del peronismo y también lo excede: es la militancia
identificada como kirchnerista sin aditamentos. Aporta, además, el mayor caudal
de voto duro del espacio que votó a Scioli y no tiene duda sobre quién ejerce
la conducción: CFK. Su paraguas es el FPV, una creación de Néstor Kirchner. Es
más que el peronismo clásico porque le aporta novedad y combustible ideológico.
La pregunta es si los niveles de representación social que alcanzó en todo este
tiempo le bastan para poner bajo su órbita a otras instancias existentes de
representación también válidas, como la legislativa o incluso la sindical,
donde el peronismo conservador se hace fuerte.
Pero la verdad es que estos dos últimos sectores se recelan y se
necesitan. Conforman la bancada mayoritaria del FPV en Diputados y el quórum
propio en Senadores, más territorios que siguen funcionando como santuarios del
modelo económico de desarrollo con inclusión social, lugares que consolidaron
el voto antimacrista que llegó al 49% en condiciones muy adversas con veto
empresario interno, desgaste de gestión y hasta chantaje geopolítico expreso.
Eso, juntos, es mucho poder. Lo saben. Lo saben todos. Lo sabe CFK. Lo sabe
Héctor Recalde. Lo sabe Gioja. Lo sabe Máximo Kirchner. Lo sabe también Kunkel.
Lo sabe Miguel Pichetto. Lo sabe Jorge Capitanich. Es un mandato del voto
popular. El problema es si las dirigencias interpretan definitivamente esa
unidad en la diversidad como una plataforma común de construcción política
potente que dentro de dos años los vuelva más poderosos a todos. O caen en la
trampa de pelearse y dividirse, haciéndole el juego al oficialismo macrista,
que opera para producir la fragmentación del peronismo y así vaciarlo de
posibilidades electorales hasta fumigarlo del sistema de decisiones del país.
Administrar el poder político es complejo. Porque el poder político, entre otras cosas, se tiene o se deja de tener en función de las decisiones que toma un dirigente, no se lo atesora en bauleras ni en doctrinas inoperables. A mayor cantidad de decisiones acertadas, menor fuga de adhesiones. Una lectura correcta del panorama presente necesita de mucha generosidad política, de la descolonización de las subjetividades del sistema de premios y castigos simbólicos y no tanto que ofrece el macrismo para analizar la etapa, de una alta, altísima responsabilidad histórica y de una gran dosis de rebeldía para no ser domesticado y terminar en las faldas el poder económico.
Administrar el poder político es complejo. Porque el poder político, entre otras cosas, se tiene o se deja de tener en función de las decisiones que toma un dirigente, no se lo atesora en bauleras ni en doctrinas inoperables. A mayor cantidad de decisiones acertadas, menor fuga de adhesiones. Una lectura correcta del panorama presente necesita de mucha generosidad política, de la descolonización de las subjetividades del sistema de premios y castigos simbólicos y no tanto que ofrece el macrismo para analizar la etapa, de una alta, altísima responsabilidad histórica y de una gran dosis de rebeldía para no ser domesticado y terminar en las faldas el poder económico.
Los que entiendan que la situación que atraviesa el movimiento
nacional y popular es la de ajuste de cuentas, trabajan sin inocencia para
consolidar un gobierno de derecha neoliberal que no sólo va a arrasar con el
salario, la producción y el empleo, sino que va a masticar y digerirse a los
dirigentes que sean cómplices de esos resultados, dentro de no mucho tiempo.
Macri no es un político moderno. Es uno que cree que viene la
obligación de refundar otro país sobre las bases del que alguna vez existió
antes de las experiencias populistas de radicales y peronistas. Se ve reflejado
en el Bartolomé Mitre de la Organización Nacional y el Arturo Frondizi del Plan
Conintes. Si su proyecto político triunfa y trasciende el tiempo, la Argentina
que conocimos va a camino a ser otra: una que copie por décadas los niveles de
desigualdad de Perú, Chile o Colombia donde los números cierran pero con mucha
gente afuera.
Para eso, a diferencia de Menem que usó al peronismo y le dio poder
para aplicar el neoliberalismo que le exigía el FMI, Macri necesita
docilizarlo, convertirlo en sidecar de su experimento socioeconómico o, mucho
peor, desgastarlo, jibarizarlo, hacerlo chiquito y transformarlo así en un
pequeño andamiaje de rituales amortajados que ya no operen sobre la realidad y
la vida cotidiana de millones de personas, y lo deje hacer lo que él quiere sin
amenazar su larga marcha al pasado, ese pasado donde el peronismo y el radicalismo
no existían de verdad.
Urtubey anda a los codazos con Massa para subirse al sidecar de la
moto de Alfonso Prat-Gay, el hombre de la JP Morgan. Esa fue la primera gran
victoria de Macri contra el movimiento que fundó Juan Domingo Perón, la
anterior fue un triunfo de La Embajada que se tradujo en el surgimiento del
massismo. La división del peronismo es un escenario generalmente alentado desde
el poder nacional y extranjero que algunos peronistas aprovechan para hacer
negocios personales. No parece un acierto en el mediano plazo. Macri va a
acabar con ellos: no los quiere, son apenas el capítulo uno de su plan de
jibarización del gigante invertebrado que sigue siendo el hecho maldito de la
política nacional. ¿O qué otro espacio llena plazas de despedida a su
conductora después de caer derrotado en elecciones? Sólo el peronismo
kirchnerista que está en el FPV puede hacer algo que la lógica más elemental y
pacata rechaza por improbable. La esencia del peronismo que nació para
transformar y cambiar las estructuras injustas del país oligárquico está ahí o
en ninguna otra parte. El resto huele a moho.
Entre el FPV grande capaz de convertirse en la salida política a la
restauración conservadora que propone el macrismo y el peronismo chiquito y
reconcentrado en misas donde se hablan de viejas glorias que quiere ese mismo
macrismo, hay una distancia enorme.
La misma que existe entre lo que políticamente respira y se mueve, y
lo que se retuerce en el estómago de la derecha después de haber sido su primer
bocado matutino.
*Publicado en Tiempo Argentino
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