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Luis Buñuel decía, citando a Breton, que el acto surrealista más simple
consiste en salir a la calle con un revólver y disparar contra la multitud. Era
un acto poético que se podía definir como una subversión de la realidad, un
atentado al mundo tal cual es. Don Luis se creía revolucionario en tanto había
pensado (aunque no realizado), este acto poético, hasta que se mudó a México y
se dio cuenta de que lo que para ellos era un hecho poético y a la vez
revolucionario, en México era moneda corriente. Curiosamente, Don Luis llegó a
México escapando de la guerra civil española (cuyas consecuencias continúan
hoy) y de dos guerras mundiales, donde, nada poéticamente, se habían cocinado
millones de personas como si fueran pollos, y gaseado y baleados otros
millones. Aun así, le llamaba la atención que en México una persona matara a
otra porque le había hecho tres veces la misma pregunta. Esta idea (y no por
culpa de los surrealistas) está instalada. Se resume así: Europa sigue y
seguirá representando la razón y Latinoamérica a la pasión (que incluye la
violencia gratuita de la que hablaba don Luis).
La aparición del realismo mágico,
con un abanderado tan prodigioso y aluvional como Gabriel García Márquez, pareció
darles la razón. En Latinoamérica nada es predecible, la gente no hace lo que
la lógica dicta, y hasta vuela en ocasiones (el cuento Un señor muy viejo con
unas alas enormes); por lo tanto es merecedora de ser parte de ese realismo
mágico, que es atractivo para leer pero no tanto para vivir, a menos que, como
sucede con muchos europeos del centro, represente la libertad que ellos sienten
que no tienen por motivos diversos (el capitalismo te deja hacerte el loquito
hasta ahí nomás, después te hace chas chas en el cerebro).
*Publicado en Rosario12
Para que se entienda lo que
significa que un escritor y su mundo se tomen como símbolo de una cultura,
recordemos a Borges lamentando que nuestro libro de cabecera sea Martín Fierro
y no Facundo ("Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos
canonizado el Facundo como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia
y sería mejor"; y de paso me pregunto si para Borges hablar del gaucho y
del compadrito no podría verse como una forma de dotar a nuestra cultura
naciente de una épica que sirviera para escapar de esa idea de la muerte por
capricho a la que me refería al principio); pensemos también en lo que
significaría que tomemos como libro representativo de la cultura actual de los
EEUU Psicópata Americano, de Bret Easton Ellis, la historia de un yuppie que de
aburrido, mata.
Pero la muerte es la muerte. Es
decir el fin de la vida. Por muchos muertos que nosotros tengamos (y tenemos),
no hemos ocasionado ni participado en guerras de millones de muertos, no hemos
tenido guerras religiosas, y apenas hemos incurrido en lo que la jerga llama
limpiezas étnicas. Las únicas que recuerdo son la que los españoles hicieron
con los indígenas al llegar, tarea que en nuestro país completó Roca con la
campaña al desierto.
Seguramente la confusión nace en
que la guerras territoriales o económicas están comprendidas por las generales
de la ley del capitalismo. El mundo progresa también a través de las guerras.
Se fabrican y venden armas, se anexan territorios con petróleo, etc. Y las
guerras religiosas son una estrategia más del vaticano para construir o
preservar poder. Para que Francia siguiera siendo católica, mataron a diez mil
hugonotes en el siglo XVI y luego enviaron alcahuetes a cada rincón del país
para aclararle a la gente que San Miguel se le había aparecido al Rey y le
había dado la orden.
Igual, sea como sea, hagamos lo
que hagamos, hagan lo que hagan, a nosotros nos ven peores, más impredecibles,
capaces de actos surrealistas extremos, gratuitos, incapaces de llegar a
horario al trabajo y de ser respetuosos de ese orden que desea y necesita el
poder económico que gobierna el mundo. No importa que no hayamos sido nosotros
los creadores del nazismo, del estalinismo, de la limpieza étnica, del
capitalismo, del colonialismo y de la globalización. En ciertos casos ni
siquiera los hemos ni heredado ni practicado. Igual siempre seremos peores.
A 1500 kilómetros de París está
Kosovo (más o menos la distancia que hay entre el lugar dónde estoy escribiendo
y Rosario), donde hace un par de décadas (contemporáneo a la guerra de los
carteles de Colombia), murieron cien mil personas, hubo un millón de
desplazados y una limpieza étnica sistemática. Comparado con eso, la guerra de
los carteles colombianos es casi anecdótica, y los muertos de los enfrentamientos
políticos recientes en Venezuela, son un vuelto de moneditas olvidadas en el
bolsillo.
Por motivos que para entender
habría que leerse muchos libros aburridos, sigue siendo más indignante la
supuesta represión de Maduro que en Damasco, que está a 3500 kilómetros de
París (la distancia entre Buenos Aires y Lima), se libre una guerra civil (con
trasfondo político, quizá religioso) donde contar muertos se debe haber hecho
aburrido. Porque lo que sí es una barbaridad es matarse por pasión o por capricho,
que en ciertos casos es lo mismo.
Pero el asunto que verdaderamente
importa no es Buñuel ni Gabriel García Márquez, ni cómo nos ve Europa, sino
como llega y se instala ese discurso en nosotros. Baja como un discurso de la
centralidad europea, y además baja porque nosotros vivimos abajo según se
fabrican los mapas. El discurso llega (llegó hace rato), se instala y echa
raíces. Y mucha, pero mucha, gente se lo toma en serio porque llega de París,
como la moda y la cigüeña. Si en París se usa, debe ser bueno. Si se dice, debe
ser verdad.
Esta debilidad. Esta dependencia.
Esta herida en nuestra autoestima ha causado estragos en nosotros, y nos ha
puesto de rodillas ante otras culturas o sistemas que dudan menos y que se
sienten más dotados. Si bien no han creado el mito de nuestra incapacidad
adrede, la utilizan adrede para negociar, para vendernos candidatos, productos.
De ahí que la televisión pase todo el tiempo la misma muerte o accidentes
irrelevantes. Es para ponernos en ese rincón desde donde sólo podremos negociar
comenzando por pedir perdón por ser tan gansos. El aporte del catolicismo es
fundamental, porque nos empuja a ser dóciles y esperar a que el cielo nos dé lo
que la tierra nos niega. O a poner la otra mejilla también ante el
conquistador, el vendedor o el comprador.
Ya como argentinos, no estaría
mal volver al ejercicio básico de recordar nuestro santuario, el que nos dice
que a pesar de ser un país que se cae del mapa y que ha sido saqueado
repetidamente, fue capaz de dejar huella donde había un camino. Perdón por la
chiquilinada, pero tengo que cerrar la nota así: creamos el tango, tuvimos un
movimiento de rock nativo de los más creativos del mundo (el tercero para mí
después de EEUU e Inglaterra), el mejor chofer de la historia, grandes
tenistas, uno especialmente (de cuando el tenis se jugaba con raquetas de
eucaliptus y no como las de ahora que juegan solas), de los cinco mejor
jugadores de fútbol de la historia, tres (tal vez los primeros) son gauchos,
tenemos un papa y una reina (de puro culo, pero los tenemos), hicimos lo
nuestro en otros deportes, parimos al Che, el ícono más importa de la rebelión
contra la opresión, y un largo etcétera.
Y ya más cercano, fuimos capaces
de enfrentar a los caraduras del FMI y otros alcahuetes, de plantearnos otro
camino que los que el imperio propone, algo que ni Europa ha podido. Así que
con todo el respeto del mundo hacia los escritores que hacen volar a sus
personajes, cuando algún extranjero nos mire como si fuéramos personajes de
García Márquez, hay que decirle: "realismo mágico, que te recontra".
Y después sí, sentarse a releer Cien años de soledad o Crónica de una muerte
anunciada en homenaje al gran Gabo, salud.
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