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Por Alberto Müller *
Nadie duda de que la
reinstauración de las paritarias ha sido un factor decisivo en la recuperación
salarial ocurrida durante el ciclo kirchnerista, luego no sólo del derrumbe de
2001-2002, sin también luego de una década de alto desempleo, flexibilización y
convenios a la baja. La recuperación del salario mínimo ha sido también un
factor importante, pese a los sistemáticos alegatos de que fomenta el
desempleo. Ahí está la década del 90, como ejemplo, con un salario mínimo
inofensivo y un desempleo rampante.
Pero lo cierto es que el mecanismo de paritarias tal como está ahora,
da lugar a inequidades importantes. Esto ocurre no solo porque hay sectores que
logran incrementos sustancialmente mayores que otros. Hay otros aspectos a
considerar.
La parte trabajadora suele alegar que la patronal está “ganando bien”,
y por lo tanto hay espacio para buenos ajustes salariales. Si no se los otorga,
es por mera codicia empresaria; no se puede alegar que esto pone en duda la
viabilidad empresaria. Una postura simple, y si se basa en cifras ciertas,
inapelable. Pero veamos esto más de cerca.
Supongamos por ejemplo que cierta patronal “gana bien” porque
usufructúa una posición dominante en su mercado, por vía de la supresión de
empresas competidoras (o de acuerdos con ellas, tanto da). Lo que los
trabajadores pretenderán, en ese caso, es apoderarse de parte de una renta
monopólica. Lo que sería deseable es que esa renta se redujera todo lo posible,
beneficiando al conjunto de la gente, y no que se distribuya entre patrones y
empleados. Un buen ejemplo de esto es la banca. Se trata de un sector donde la
colusión es una práctica diaria (los bancos están fuertemente asociados entre
sí por la propia naturaleza de la actividad); y hoy impera en Argentina una
banca transaccional de bajo volumen de negocios y elevadísima rentabilidad. El
sindicato, asociado a esta rentabilidad, ya no pelea con la patronal, sino con
el Estado, por el Impuesto a las Ganancias.
Supongamos que la patronal “gana bien” porque pertenece a un sector
donde hay fuertes aumentos de productividad y mercados en rápido crecimiento,
por innovaciones tecnológicas o economías de escala. De ser así, apoderarse de
parte de esta renta puede obstaculizar que ella se derrame a los usuarios, a
través de precios más bajos. Es verdad que en principio la renta queda en poder
de la empresa; pero salarios altos significan costos altos, y por lo tanto el
proceso de derrame de las ganancias al resto de la sociedad –vía menores
precios– se hace más lento. Y si tal derrame no ocurre, es preferible que el
Estado se apodere vía Impuesto a las Ganancias de parte de ese incremento de
productividad y lo redistribuya.
Esto significa, claro está, una fuerte inequidad para los trabajadores
que no tienen la suerte de pertenecer a sectores concentrados o en rápido
crecimiento, y que representan la mayor parte del empleo. El comercio y la
educación emplean muchas más personas que la industria o el sector financiero.
El argumento de que tienen que lograr lo mismo con sus convenios no vale,
porque allí las empresas (o el Estado empleador) no “ganan bien”.
Apoderarse de estas ganancias parece ser el objetivo de estos sectores
privilegiados. Esto explica quizá su nula preocupación por los trabajadores no
registrados, y es la base de formación de auténticas “aristocracias obreras”,
que duermen con el patrón o se benefician con la presión sobre el Estado. Aquí
tenemos, entre otros, el caso de los trabajadores aceiteros, los bancarios o
los conductores del autotransporte.
Con relación a estos últimos, vale un relato poco conocido. En 2009,
una muy discutible reforma en el marco regulatorio de los ómnibus de larga
distancia (resolución 257/09 de la Secretaría de Transporte) estipuló una
suerte de desregulación tarifaria de facto, sin entrada de nuevos operadores.
Se produjo un pronunciado (y muy esperable) aumento de tarifas, por el
usufructo de una posición dominante en el mercado. Algo que los usuarios han
percibido claramente, y de lo que las asociaciones de defensa del consumidor no
se han ocupado. Hoy día la tarifa en dólares es más alta que durante la
Convertibilidad.
Los trabajadores se asociaron al proceso –la patronal “ganaba bien”–
con aumentos salariales de orden similar. El incremento salarial fue de 41 por
ciento al año (300 por ciento entre 2010 y 2014), según calcula la Dirección
Nacional de Vialidad. El conjunto de los asalariados, mientras tanto, se
conformó con el 28 por ciento anual, según indica el Ministerio de Economía. Un
auténtico caso de “aristocracia obrera”. Incrementos de productividad, no hubo;
esto es mero poder de mercado.
Pero el proceso de aumento de tarifas chocó con la realidad que impuso
el transporte aéreo: ya no hay espacio para la espiral tarifa-salario.
Entonces, la postura sindical cambió: ahora se trata de evitar el deterioro del
salario por la inflación; y la presión va hacia la obtención de un subsidio del
Estado, mano a mano con la patronal. De esta forma, se busca que el Estado
convalide la participación de los trabajadores en la renta regulatoria que
obtuvieron las empresas. Un auténtico absurdo.
Es necesario un reparto de las rentas, originadas en mercados poco
abiertos a la competencia, en sectores con ganancias de productividad, o con la
regulación estatal. Como la solidaridad no es lo que abunda en este campo, de
esto tiene que ocuparse el Estado, a través de negociaciones más centralizadas,
que incluyan los precios de las empresas con poder en el mercado y las
regulaciones estatales. Esto es complejo; y no puede lograrse en las
condiciones políticas e institucionales de la Argentina de hoy.
Por el momento, entonces, paritarias y un Impuesto a las Ganancias
relevante sobre las empresas y sobre los salarios altos y su redistribución es
la única vía. Con relación a este impuesto, debe reemplazarse la actual
acumulación de parches por una formulación coherente (sería un primer paso
hacia una reforma tributaria que no está en la agenda de nadie,
lamentablemente). Un sustituto imperfecto, pero plenamente justificable, si lo
que deseamos es una sociedad con una distribución equitativa del ingreso y la
riqueza. Porque en definitiva, esos trabajadores también “ganan bien”; bastante
más que el resto, por cierto. Y el argumento de que “el salario no es ganancia”
y por lo tanto no debe ser tributable, es risible. Parece a medida de la media
y alta gerencia de las empresas privadas, que son quiénes en definitiva
negocian las paritarias con los sindicatos.
* Cespa-Fceuba
Publicado en Página12
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