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En la Antigüedad, hacia el
siglo V antes de la Era Cristiana, la escuela de los Cínicos gozaba de
prestigio proclamando el abandono de los bienes terrenales para volver a la
naturaleza, la renuncia a toda propiedad, el rechazo de las convenciones; eran
gentes que expresaban opiniones chocantes para con las ideas recibidas o las
buenas costumbres enseñadas, vivían entre la suciedad y en las más bajas
condiciones, el abandono de todo cuidado exterior, una estética cercana a la de
la fealdad, todo ello por lo general con una intención provocativa y en aras de
una ética capaz de privarse de las comodidades y ni qué decir de las riquezas,
para pensar con libertad. Porque a pesar de comer en el ágora, tener relaciones
sexuales públicas, portar batón y bastón, adorar al pez masturbador como modelo
de inteligencia natural y venerar la secta del perro, aseguraban de Platón que
no podía servirles de guía puesto que se había pasado la vida reflexionando sin
inquietar jamás a nadie, y que el discurso de un filósofo debía, en cambio, ser
penetrado de una dulzura acre que pudiera morder las heridas humanas: “El perro
augura una manera incisiva de practicar la sabiduría”, sostenían.
Antístenes, Diógenes, Crates de Tebas, apodado “el abridor de
puertas”, juegan los papeles principales en el Olimpo del sistema. Hiparquía,
de Tracia, una de las primeras mujeres en transitar los caminos de la
filosofía, compañera de Crates que, para serlo, debió romper con los suyos (era
hermana de Metrocles, su discípulo, por quien lo conoció, y perteneciente a una
rica familia de Maronea), compartió con la Escuela peculiares costumbres y
formas de vida y, sobre todo, los grandes principios de su ética del despojo y
de la desnudez. Según cuenta Diógenes Laercio (Vidas, opiniones y sentencias de
los filósofos más ilustres, VI, 98), cuando Teodoro el Ateo, que se reía de
ella durante un banquete en casa de Lisímaco, le preguntó, jocosa y
críticamente, respecto de su adhesión como mujer al grupo: “¿Eres la que dejó
la tela y la lanzadera?”, Hiparquía, consciente de lo que podían representar su
papel y sus actitudes revolucionarias, contestó con pregunta retórica: “¿Crees
que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por mi sexo, debería
haber perdido como tejedora?” Gracias al lexicógrafo griego Suidas (s. X)
sabemos que escribió al menos tres obras: Hipótesis filosóficas, Epiqueremas y,
justamente, Cuestiones sobre Teodoro el Ateo, pero no se conserva ninguna de
ellas.
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Antístenes, el fundador, fue llamado “el verdadero perro”, porque daba
sus lecciones fuera de la ciudad, cerca de los cementerios, en los cordones y
en los márgenes, y también porque, como estos animales, disputaba y rapiñaba a
los dioses su ración en el templo consagrado a Hércules, el Cinosargo (de kyon:
perro y argos: blanco, brillante). Diógenes, quien habitaba en una vasta
ánfora, imitaba a los canes más audaces y bravos, y predicaba vivir con su
misma libertad y autonomía. Maltrataba a propios y extraños, injuriaba y
agredía a todos los que no pensaban como él, que eran, casi, la unanimidad.
Crates, que después de impactarse con cierta tragedia de Eurípides había
renunciado públicamente en el teatro a la herencia de unos doscientos talentos
de su padre Ascondas, llegó provisto sólo de un manto de tela y un zurrón a
Atenas y vivió en sus murallas entre los excrementos. Desnudo en medio de las
basuras, recogía cortezas, aceitunas podridas y espinas de pescado que poco
guardarían. Era, en cambio, al revés de Diógenes, afectuoso con la gente.
Alejandro Magno, algo menor que él y quien lo conoció de joven, algún día fue a
verlo, pero Crates lo trató no mal sino como a todo el mundo. Esta parte de la
descripción la dibuja con mano maestra Marcel Schwob, que le dedica una de sus
exquisitas Vidas imaginarias. Dice Schwob que “carecía de opinión sobre los
grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le
preocupaban, así como la manera de pasar la existencia con la mayor sencillez
posible. Las censuras de Diógenes le hacían reír, igual que sus pretensiones de
reformar las costumbres. Crates se consideraba muy por encima de tan vulgares
desvelos”.
Con el tiempo, la palabra y por ende el concepto de cinismo fueron
alterando, leve o más pesadamente, su sentido, hasta convertirse algunas veces
en lo opuesto a aquello que eran en sus orígenes, sobre todo en materia de
posesión de bienes y de economía. Hoy representan, aproximadamente, decir o
hacer lo socialmente reprobable, mentir a cara de piedra y sin sentir
vergüenza, consentir una realidad social muy despareja como si fuese natural,
convalidar con total descaro el mundo de los poderosos por sobre el de los
desposeídos cual un orden perfecto e inalterable, y los instrumentos para
mantenerlo así adecuada e indefinidamente. []
La izquierda, me pareció en la vida, puede tener muchos defectos, ser
dogmática, a veces autoritaria, escuchar poco, pero casi nunca es cínica,
puesto que corresponde o se esfuerza por corresponder a “los que tienen hambre
y sed de justicia”, y para ello la pide, la exige, sin perífrasis o, como
quería nuestro Roberto Arlt, con la claridad y la contundencia de “un cross a
la mandíbula”. La derecha, por el contrario, lo es siempre; diría: por
genética, por naturaleza. Está absolutamente convencida de que el poder le
pertenece, por derecho divino y luego terreno, y ha articulado las leyes y los
tribunales de este mundo para defenderlo. Nadie como ella para justificar los
medios, cualesquiera estos sean, por los fines. A veces, sus partidarios
consienten en admitirse “pragmáticos”, y así consideran también el no
distinguir moralmente unos de otros, medios de fines. A lo largo del tiempo han
ido acumulando muestras singulares de cinismo, de Maquiavelo a Berlusconi (para
no alejarnos de la Península ni del Mediterráneo), y en épocas actuales no
faltan ejemplos. El último nombrado, se queja ahora porque después de su caída
Italia entró, acusa, en una “deriva autoritaria”. Aquél, decía que en la lucha
política “hay que vencer por la fuerza o por la astucia”. Imitadores locales de
ambos han usado indistintamente de las dos, aunque por conocidas razones
históricas ahora consagran a la segunda como su mayor virtud.
Titulares de una revista furiosamente opositora al gobierno nacional aseguran
que “hasta en el PRO ven al ex Midachi como un efecto de la degradación de la
política”. Y parecen coherentes, puesto que el voraz opinólogo Duran Barba
afirma que ése es un partido situado a la izquierda del espectro. Quizá sea
acertado, en un país en el que un gremio de trabajadores ferroviarios reclama
ajuste de tarifas ferroviarias, muchos jefes sindicales admiten que ellos no
paran contra los patrones sino contra el Estado, y los grandes diarios aplauden
y difunden tantas anómalas rebeldías como si fueran de ellos... Sus lectores,
entre los cuales deben contarse dirigentes históricos de la DAIA y de la AMIA,
alguno bajo fundadas sospechas públicas de encubrimiento, han de haber sonreído
al leer las indignadas declaraciones de uno de sus presidentes, rechazando la
renuncia del canciller Timerman a esas instituciones comunitarias: “Jamás
apoyaríamos y mezclaríamos intereses económicos de ninguna índole con los
atentados”.
* Escritor, docente universitario.
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