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Gracias a La Garganta Poderosa, que de estas cosas –de víctimas que
nunca son visualizadas como tales, ni por las instituciones ni por los medios–
sabe más que muchos, se pudo oír la voz de la madre de David Moreira, el chico
señalado como un ladrón y asesinado a patadas en el barrio Azcuénaga de
Rosario, donde tampoco eran nuevas esas confusiones: dos semanas antes, otros
dos jóvenes que andaban en moto fueron también confundidos con ladrones por un
grupo de remiseros, que los persiguieron a tiros. Los de la moto creían que los
perseguían para robarles la moto, hasta que se cayeron y a uno de ellos lo
molieron a palos, sin enterarse y a esa altura sin que tuviera importancia si
eran ellos los culpables de algo o eran otros. Es necesario retener en la
memoria el peso del asesinato de David, porque aunque él hubiese sido el
verdadero ladrón de carteras, su asesinato seguiría siendo un homicidio. Pero
su familia y sus amigos dicen que David no era un ladrón. Eso reclamó enseguida
su familia: salvar su buen nombre. No se podrá esclarecer ese caso, porque
David ya fue declarado culpable y escarmentado hasta la muerte en el medio de
la calle. Las crónicas sobre su muerte fueron el disparador de otras similares
aunque no tan extremas. El nombre de David quedó sepultado entre otros sin
nombre. La cosificación de los pobres, en las oleadas de mano dura, es lo
primero que sucede.
En este equívoco de la turba que
persigue al ladrón pero termina linchando al que se le parece –porque al que se
persigue es a un fantasma–, se basa la cosificación del otro, sea cual fuere el
otro, si una mujer, si un negro, si un pibe, si un sin techo. El linchamiento
de David fue uno de los primeros, y a pesar de que terminó con su muerte y a
pesar de que su familia afirma que no era él el ladrón, esa confusión, esa
posibilidad de equivocación quedó tapada en los debates televisivos. Ese dato
–¿y si nos equivocamos?– no perturbó a ninguno de los exaltados que brotaron
como un herpes en diversos puntos del país, ya evidentes contagiados mediáticos
con ansias de liberar eso que no tuvo un repudio unánime ni general. Los
grandes medios –y otros más chicos que ya se alinearon con ellos– lo
presentaron como un debate posible: “¿Está bien o mal linchar?”. A la historia
de la confusión de los vecinos de Rosario se la tragaron la dinámica
periodística y la miseria política de sus líneas editoriales. Pero no es menor
esa confusión, y el margen que este estallido de barbarie le deja a esa confusión.
Por esa grieta delgada se filtra la violencia social indiscriminada y sin más
salida que el crescendo.
Cuando se desatan estos bajos
instintos sociales, es en esa posibilidad de equívoco en el que intentan hacer
pie sus promotores: el “caos” es precisamente la ruptura de las causas y las
consecuencias. La aprobación o la justificación de una condena a muerte
ejecutada de facto por una banda de exaltados que aunque sean designados con la
palabra “vecinos” actúan como bestias, la justificación, decía, es la piedra
libre para que sea linchado cualquiera. Es el ABC del terror. No hay que saber
teoría del Derecho –en lo que Sergio Massa se excusa–, para advertir que si se
animan las turbas, el linchado no será necesariamente el ladrón, sino el que
pase corriendo y al que le griten ladrón. Ese es el núcleo duro del escenario
que vienen a proponerle a esta sociedad ahora, treinta y ocho años después del
último golpe militar, quienes se llaman a sí mismos “renovadores” y que se
dejan asesorar y rodear por los residuos del funcionariado judicial que
acompañó a la dictadura. En ese escenario basta un grito señalando a alguien
para direccionar la furia bestial en su contra.
La cosificación consiste en
borrar todas las huellas personales de alguien, para reducirlo a un vago objeto
de odio, de un odio que tampoco es estrictamente personal. Da lo mismo cómo se
llame, da lo mismo si tiene o no familia, da lo mismo lo que hizo o lo que no
hizo. Algo habrá hecho, parecen decir las patadas a mansalva de quienes se animan
unos a otros para ver quién es más macho en la acepción más caricaturesca del
término. Es un instinto de eliminación que lo primero que elimina es la
subjetividad del que lo experimenta. Por eso las turbas son turbas y capaces de
cualquier cosa, porque ellas también están integradas por cosas. Porque quienes
las componen se descomponen en ellas, degradados. Todavía mucho más debajo de
nuestros impulsos animales, de allí sale esa fuerza que hace del otro una cosa
a disposición para vomitar sobre ella la descarga de furia.
Gracias a la madre de David
Moreira –esa cosa de 18 años pateada por otras cosas que terminaron matándolo–,
nos enteramos de que había nacido un 4 de enero y que en su último cumpleaños
había decidido, con sus ahorros, tatuarse en el tobillo el nombre de sus
hermanitos menores, Micaela, Elías y Tomás. Nos enteramos de que como su papá
era vendedor ambulante y estaba poco en la casa, David ayudó a criar a esos
hermanitos. Que había dejado el secundario y que su mamá se enojó mucho, pero
quiso ayudar en la casa y empezó a trabajar como albañil. Que él creció rodeado
de cariño. Que tuvo padres y tíos que lo quisieron mucho. Que era muy tímido,
que se ponía colorado enseguida, pero que igual tenía muchos amigos. Nos
enteramos de que ese chico muerto por las patadas de esos extraviados no era de
los que viven en la calle. Que tenía una relación tan estrecha con su madre que
la llamaba siempre para decirle dónde estaba o a qué hora iba a llegar. Que era
hincha de Central. Que esa tarde que no llegó a su casa su madre creyó que tal
vez había ido a la cancha, pero después averiguó que no, que David había
decidido, tal como le había dicho, no gastar en la entrada. Cuidaba cada peso.
Su billetera, cuando cobraba, se la daba a su madre, y le decía “sacá lo que
necesites”. Hasta de su cuerpo hubo otros que pudieron sacar lo que
necesitaban: la familia de David donó sus órganos a siete personas que estaban
en lista de espera. “Se fue mi mano derecha, mi David querido, pero hay muchos
como David que pueden ser asesinados o maltratados”, escribió su madre en la
carta a La Garganta Poderosa.
Pero el agite mediático se olvidó
de él. No está en agenda. El debate vergonzante que surgió de su asesinato
insiste en si está bien o está mal linchar ladrones. David ha quedado sumergido
bajo la maraña de falacias y reducciones que perforan los tímpanos desde las
pantallas o las radios. Fue privado de la vida y de la oportunidad de un buen
nombre. El proyecto de país que late bajo este tipo de violencia reintroduce la
idea de la población sacrificable.
*Publicado en Página12
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