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A las 22.27 del jueves 20 de enero de 2011, a propósito de un resonante
“caso policial” ocurrido por esos días, el animador televisivo Eduardo Feinmann
formuló frente a cámara la siguiente pregunta: “¿Qué hacemos con las criaturas
asesinas, como la que mató al ingeniero Barrenechea?”. Entre varias líneas de
reflexión que abre el interrogante (la inconsistente alusión a cierta
esencialidad criminal, la ambigüedad de un “nosotros” con aparentes
competencias para ejecutar “acciones” de algún tipo), nos interesa señalar el
siguiente fenómeno: formulada la pregunta, el animador no ofreció a
continuación ninguna respuesta. El interrogante quedó flotando, turbio,
suspendido, dejando a los televidentes la tarea de responderlo. Complete usted
el casillero vacío. Y, sobre todo, tache lo que no corresponda.
Difícil no evocar en este punto
al ingeniero Santos, cuyo emblemático “caso” promovió, en 1990, un debate en el
que se privilegió la propiedad privada que los asaltantes intentaron vulnerar
(a saber, el pasacasete de un automóvil) por sobre la vida que el ingeniero les
quitó. El rumbo de aquel debate lo orientaron, en buena medida, reconocidos
exponentes de la prensa dominante. Como bien nos lo recuerda Gabriel Kessler,
“yo hubiera hecho lo mismo” fueron las incalificables palabras mediante las
cuales –sobre la “acción” fatal ejecutada por el ingeniero– en aquella ocasión
se pronunció al respecto Bernardo Neustadt, por entonces influyente y oscura
estrella del firmamento periodístico argentino.
Lo cierto es que hay determinadas
actividades profesionales cuyo desempeño habilita considerables niveles de
inmunidad periodística. Desde luego, a propósito de esas profesiones (la de
empresario, la de arquitecto, muy especialmente la de ingeniero), nada acredita
cuestionar su mero ejercicio o estatuto profesional. Más bien nos referimos a
los efectos simbólicos que su referencia provoca en el imaginario de los
sectores a los que, prototípicamente, se dirige la prensa comercial.
Tomemos un titular como el que,
por ejemplo, ofrece el matutino La Nación el 25 de noviembre de 2009: “Un
empresario mató a dos delincuentes”. ¿A qué obedece allí la especificación de
la actividad profesional del homicida? ¿Por qué, respecto del individuo en
cuestión, se informa adicionalmente qué hace (esto es, a qué se dedica), más
allá de referir lo que ha hecho (matar a dos hombres)? ¿Acaso esto último no es
lo que constituye la noticia? ¿El hecho de que un empresario mate delincuentes
resulta menos grave (y, correlativamente, menos condenable, menos punible), que
el hecho de que un hombre mate a dos hombres (que ha sido, en definitiva, lo
que ocurrió)?
Si articulamos estas muestras
dispersas de la labor periodística que hemos tomado (la primera de las cuales
se remonta a 1990) reconocemos la sostenida vigencia de un discurso que, por
cierto, torna grotescas las encendidas defensas profesionales que algunos
periodistas esgrimen por estas horas. Defensas apoyadas, sobre todo, en la
simplista premisa de que los “hechos” sociales se producen espontáneamente (y
que, por ello, la inocua labor del periodismo sólo consiste en reproducirlos).
En tal sentido, durante un intercambio radial en el que Adolfo Pérez Esquivel
reclamaba, por estos días, que la prensa no avivara el fuego desatado de la
presunta furia ciudadana, el periodista Jorge Lanata intentaba chicanearlo con
muy visible tosquedad argumental: “¿Vos proponés no informar sobre lo que está
pasando?”.
Una vez más, confirmamos un rasgo
paradójico que habita el discurso de la prensa comercial, al que nos hemos
referido en un trabajo de reciente aparición: La noticia televisiva: resplandor
de un discurso inquietante (Buenos Aires, Biblos, 2014). Esto es: en su
declarado afán de combatir “la inseguridad”, el periodismo hegemónico no se
cuida de no alimentarla. ¿Se puede manifestar preocupación por “la inseguridad”
cuando, por estas horas, se ha llegado a “comprender”, justificar y alentar la
violencia más cruel y homicida? Más aún: ¿es “la inseguridad” lo que realmente
preocupa? ¿Preocupa lo que hoy se gusta llamar “el retiro del Estado” (al que
esos discursos reducen a su dimensión policial)? ¿Lamentan el presunto retiro
del Estado los portavoces de los grandes emporios mediáticos, cuyo horizonte es
recuperar el paraíso perdido de la Argentina desregulada? ¿Lo lamentan o, más
bien, lo reclaman con enérgica virulencia? ¿No será que, en verdad, lo que
inquieta a los sectores concentrados es la sospecha de que –aun con sus
falencias y desajustes, con sus tareas de pendiente resolución– ha desembarcado
por fin, en nuestro país, la indeclinable vocación redistributiva de un Estado
que, lejos de estar retirándose, ha llegado para quedarse?
* Licenciado en Letras (UBA) y Magister en Ciencias Sociales (UNQ),
docente de Análisis del Discurso y de Semiología (UNLZ), de Introducción a la
Comunicación (UNM) y de Lingüística (UBA).
Publicado en Página12
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