“Las paredes son la imprenta de los pueblos.” Rodolfo Walsh
Comunicamos. Advertimos. Sugerimos una idea. Plasmamos una idea. Creamos intervenciones. Manifestamos sentimientos. Hacemos común lo que pensamos. Damos a luz. Nos transmitimos. Nos miramos. Dialogamos. Nos hablamos. Somos elementos de comunicación. Construimos códigos. Y los destruimos. Los re significamos. Les aportamos sentido. Somos productores de sentido. Creemos. Creamos. Crecemos. Construimos.
Lo cotidiano nos avasalla. Nos invade. Nos hace cómplices (o víctimas) de las nuevas tendencias. De los nuevos estilos. De los nuevos productos. Todo se convierte en mensaje. La ciudad es un mensaje en sí misma. Sus trazos. Sus paredes. Su espacio público. Su arquitectura. Sus avenidas. Sus monumentos. Sus árboles y postes de alumbrado. Su transporte. Su gente.
La ciudad nos cuenta su historia. Todo nos habla. Cada espacio, una huella. Cada huella, una sensación. Un recuerdo. Un libro que leímos. Una rayuela desgastada e invisible por el paso del tiempo. La memoria olfativa que nos despierta un tilo en pleno invierno. Los diarios amarillos y el pan calentito de una mañana de domingo. Todo, también, nos cuenta nuestra historia.
“El medio es el mensaje”, dice McLuhan. Entonces, irremediablemente, tengo que pensar que todos somos medio. Las ideas-sensaciones dan lugar a la tinta indeleble de las huellas. Las huellas son las marcas que dejan las ideas cuando manifiestan su espíritu para formar parte de la realidad.
El graffit, una técnica, un uso, una expresión popular para transmitir sentidos. Una técnica que no requiere de técnicos sino de voluntades, de inquietos personajes ávidos de contar, de inculcar una doctrina, de llegar al otro hasta conmover. De transformar una realidad.
Paisaje urbano. Culto nacional. Identificación popular. Valor testimonial auténtico pero efímero. Perdura en la retina más tiempo de lo que perdura en la pared. Un paisaje urbano que cambia de escena al ritmo de los actos del teatro o de las puestas de sol.
Hace tiempo investigo si el graffiti o la “pintada” es arte. La historia del graffiti cuenta que sí. Que es un movimiento ilegal que nace en los metros de ciudades como Nueva York, Boston o Filadelfia. Que surgió a fines de los ’60 y se fue intensificando con el tiempo gestando la denominada “cultura urbana” o “contracultura.”
También, descubro su fuerte tinte político a partir del Mayo francés del ’68. Que dio lugar a una nueva manera de protestar, de reflexionar, de conquistar el poder.
Otras teorías hablan de los primeros graffitis realizados en el muro de Berlín, en plena Guerra Fría. También, como sinónimo de protesta. Lo cierto es que esta práctica sí fue promotora de grandes artistas como Basquiat. Según el paradigma de arte contemporáneo, se denomina obra de arte cuando el artista realiza la obra con esta intención, cuando es avalada por el público como obra de arte y cuando ingresa en el mundo del mercado y se comercializa. Pues, respetando la teoría de Arthur Danto, deberíamos decir que graffiti dista bastante de llamarse arte porque no reúne estas condiciones.
Entonces, respeto antes que nada que todo lo visual tiene su historia y que no todo debería ser posible en las artes visuales. Pero reivindico a Duchamp y a Warhol, que acortaron la distancia entre arte y realidad.
Encontrar el espacio, acorde con la expectativa. Delimitarlo. Prepararlo. Limpiarlo. Hacer la mezcla o elegir el aerosol indicado. Utilizar las herramientas adecuadas. Y como una muestra de arte público callejero pero clandestina, un grupo de personas se decide a comunicar. Amanece y la ciudad se despierta con un nuevo mensaje.
Entonces, ¿cómo deberíamos definir a estas personas que dedican su vida a hacer arte sin asumirse en realidad como artistas? Toda su realización se basa en una técnica. Nada al azar. No sólo la frase convierte la consigna en atractiva sino su forma, el contorno de las letras, los colores aplicados, el soporte elegido. Propio de un artista en su momento cúlmine de creación. Contenido y forma se conjugan para crear el aura del artista. Eso que hace que una obra sea única e irrepetible.
Pero estas pequeñas obras callejeras persiguen un fin. Llegar al pueblo. Lograr identificación. Trasmitir ideología. Volver a las escrituras rupestres para comunicarse como hacían los indígenas. No coincido con el sténcil en la puerta de una casa o aplicado en un mural. Hablo de una práctica cultural que existe a nivel mundial. Que nació de manera clandestina y así deberá seguir, ya que su institucionalización la extinguiría para siempre.
* Docente. Licenciada en Comunicación Social. UNLP.
Publicado en Página12
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