Probablemente no haya habido reseña de los años de Néstor Kirchner en el poder que no hiciese hincapié en que su liderazgo significó el retorno y la reivindicación de la política sobre la economía. De aquí que, si bien asumo que la complejidad de las sociedades contemporáneas obligaría a ser más cautos y tomar en cuenta gran cantidad de matices, no sería del todo impropio tomar como variables la tensión entre la economía y la política como eje sobre el cual poder explicar, como mínimo, la diferencia existente entre la tendencia imperante en los años ’90 y el cambio de paradigma que atravesó buena parte de la primera década del siglo XXI.
Si interpretamos lo político como circunscripto a aquellas acciones que provienen desde el Gobierno, definición pobre pero útil para los fines de esta nota, está claro que el proceso de auto-reducción del Estado en pos del interés privado y las fuerzas “armónicas” que gobiernan el mercado, supone un recorte de las posibilidades de la política. Basados en una concepción moderna de la libertad, los neoliberales interpretan que toda intromisión estatal es nociva y va en detrimento de la persecución de los deseos particulares y los ideales de la buena vida de cada uno de los individuos. Protección de la propiedad privada más seguridad física y jurídica. No más que eso. Todo lo otro encarna el peligro del maximalismo estatal. Evidentemente la implosión de 2001 produjo un cambio en la política económica aunque eso no implique necesariamente una variante en la concepción del rol que debe cumplir el Estado pues tipo de cambio alto y, por ende, el natural fomento de las exportaciones no es, de por sí, un sinónimo de política económica antiliberal. Pero a partir de 2003, las estatizaciones de algunas empresas de servicios, la renegociación de la deuda, la independencia respecto del FMI, el no a ALCA y, en general, una política de franca oposición a los lineamientos del Consenso de Washington, fueron transformaciones visibles que aparecieron como sustento fáctico de lo que fue, de forma paulatina y aun con infinita cantidad de bemoles, un proceso de transformación cultural que reinstalaría una concepción del Estado y de la sociedad que afirma que debe ser la política aquella que determine a lo económico y no a la inversa.
¿Pero qué implica esta transformación? ¿Qué profundidades adquiere? ¿En qué campo se libra? La respuesta es difícil pero para intentar un acercamiento pido prestado al filósofo Michel Foucault una idea del significado que tiene el mercado para el neoliberalismo.
Aun a riesgo de otras innumerables imprecisiones, me permito reconstruir parte del argumento que este pensador francés expresó en su Curso en el College de France en el año ’78-’79 y que fue publicado en formato libro con el nombre Nacimiento de la biopolítica. Para Foucault, la tradición liberal que pregona por un Estado mínimo erige al mercado como el tribunal del buen gobierno. Así, es la economía la que determinará a la política siendo el mercado el termómetro para valorar acciones gubernamentales. El mercado ya no sólo funciona como un límite a la soberanía del poder político en tanto lugar donde “no debe meterse” sino que también es el que determinará si la política va “por el buen camino”. Así, Foucault afirma que el mercado pasó de ser un lugar donde aparece la “justicia” a un lugar donde aparece la “verdad”, es decir, de aquel mercado que originalmente fue un espacio de intercambio donde existía una reglamentación que permitía alcanzar el precio justo de un producto y donde se limitaban las posibilidades de fraudes, se pasó a un mercado donde lo que aparece es una “verdad” que permitirá dar cuenta de cuáles acciones de gobierno son correctas y cuáles incorrectas. Y es aquí donde retomamos el caso argentino y nos preguntamos: ¿acaso no somos testigos hoy día de aquellas resistentes fuerzas neoliberales que desde la oposición intentan afirmar que el patrón para valorar lo que el Gobierno hace es el mercado? ¿No se dice, finalmente, que, dado que el mercado es el lugar de la verdad, la reacción de los operadores de nuestra “City” es la que marca el pulso y nos permitirá determinar si el Gobierno hace bien o mal las cosas? ¿No se deja entrever que si el Gobierno no dice la verdad respecto de los números del Indec, toda su política, no sólo la económica, es una gran farsa? Por último, el hecho de que los economistas, casi como una suerte de pitonisas posmodernas, sean aquellos que los ciudadanos y los gobiernos deben escuchar para conocer el futuro del país y para poder actuar sobre él, ¿no es parte de esta tendencia de genuflexión de la política ante la economía?
Asimismo, es a partir de esta idea que se pueda echar luz a, por ejemplo, uno de los ejes centrales que CFK expuso en la última reunión del G-20 y que podría enmarcarse en la tradición de cierto peronismo, en cuanto a profesar la independencia económica. Me refiero a la crítica a las Calificadoras de Riesgo. Si bien siguen existiendo, usted las recordará de la época de la Alianza cuando nos indicaban el “Riesgo país” y los principales medios amplificaban su diagnóstico cada 30 minutos al lado del precio del dólar y la sensación térmica que siempre venía en forma de “ola”, sea de calor, sea de frío. El “Riesgo país” nunca fue presentado como la calificación que hace una empresa particular, interesada en asesorar clientes con importantes capitales. Más bien se presentó como una verdad, aquella que pueda cuantificar cuándo un país es “riesgoso”. Asimismo, esta noción de “riesgo”, casi como una pendiente resbaladiza, no queda circunscripta al ámbito de las desventajas que una economía puede traer a un determinado inversor, sino que, por una veloz cadena de significantes, se extiende al orden social, político y jurídico. De este modo, los gobiernos de la región realizan medidas que son “verificadas” por ese contador que suma o resta puntos según cuánto nos acerquemos a aquello que el mercado, ese espacio que ha dejado de ser el del intercambio justo para transformarse en el de lo verdadero, desea.
Esta radiografía y este diagnóstico son utilizados por Foucault como un capítulo más de su inconclusa historia de la verdad. Para algún lector distraído, cabe afirmar que tal historia no es la de los fracasos y errores de la civilización humana que finalmente acaban siendo desasnados por almas iluminadas que están por encima de la mediocridad del tiempo que les toca vivir. Se trata, más bien, de una historia de la “veridicción”, esto es, las formas en que en cada contexto histórico los poderes fácticos determinaron qué era la verdad y en qué espacio esa verdad acababa manifestándose.
De esta idea de Foucault podría resaltarse, entonces, que no se busca afirmar que el retorno de la política supone que ahora la verdad será dicha por el Estado o por el gobierno sino simplemente que la verdad es un terreno de disputa y que no existe “Una Verdad” sino múltiples perspectivas. El retorno de la política de la mano del kirchnerismo debería dejar entonces tal enseñanza: no se trata de que una única verdad apareciera en los lineamientos del partido gobernante ni de que podamos calificar lo político en términos de lo verdadero o lo falso o, moralmente hablando, lo bueno o lo malo. Para eso están Pino Solanas y Carrió, candidatos al cargo vitalicio de criaturas celestiales. Más bien el retorno de lo político significa disputar el espacio del relato con el mercado y con la economía en general, no para mostrar una “verdadera verdad” objetiva que sería la de “la política”, sino para señalar que detrás de ese espacio de aparente asepsia que es “el mercado” se encuentran agazapados intereses particulares, ni verdaderos ni falsos, simplemente, interesados.
*Publicado en ElArgentino.com
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