Un menesteroso de ochenta años, un indigente, un mísero, un necesitado, un pobre, se roba un alimento. Seguramente, su desdicha, su desgracia, su infelicidad le lleva a hacerlo.
Un avarro, un tacaño, un roñoso, un mezquino, un codicioso, un ruin, lo denuncia. Seguramente, su dicha y su fortuna la acumuló con esas cualidades como banderas.
Un empleado despreciable, un canalla, señaló al geronte ladrón. Seguramente, su vileza le ha permitido permanecer en su puesto, gracias al cual sobrevive no mucho mejor que el señalado con su dedo cicatero.
Un juez y dos fiscales abyectos, perversos, rufianes, se encargaron con premura innoble de acusar y sentenciar al “pobre diablo” que no merece, para ellos, otra atención que sus maniqueas causas resueltas con la crueldad que sólo manifiestan con el pobrerío, jamás con los poderosos.
Todo un perfecto manifiesto de la sociedad del horror consumado en que se ha convertido a esta (otrora) solidaria población. Toda una definición del “destino” al que nos han acarreado los pérfidos personajes apoderados de las consciencias miserabilizadas de una ciudadanía traductora de las peores abyecciones al lenguaje cotidiano del desprecio y el odio sin razón alguna. Todo el poder puesto al servicio de la transformación de los seres humanos en autómatas reproductores de miserias infinitas, listos al sacrificio en nombre de mejores futuros imposibles y peores presentes eternos.
La nobleza ya no define la condición de generosidad. La honradez se ha transformado en una moneda de intercambio de favores execrables. Los sabandijas se disfrazan de jueces y los truhanes de fiscales, todos revolcados en el mismo lodo de miserias consumadas por encargo de los amos de sus bolsillos, repletos de canalladas con formas de billetes. Los comerciantes se encargan de retrotraer la condición humana al horror de la malicia avarienta de quienes ya se han metamorfoseado en los “Caínes” que, los poderosos que tanto admiran, les enseñaron a ser. El empleado cae en la escala de lo humano con su “buchoneada” taimada y artera, que tendrá como premio seguir con su oscuro trabajo de servir al extorsionador que lo emplea.
Se quedó corto Discepolín al definir a la sociedad que tanto lo preocupaba en su tiempo. Le faltó ver esta horrenda manifestación de crueldad, para poder explicar tanto desprecio sin base, tanta oscuridad bajo un sol que ya no ilumina, tanta infamia disfrazada de “justicia”. Les faltan palabras a los poetas para traducir estas sórdidas historias, consumadas a la vista de una sociedad enceguecida por el odio fabricado a la medida de las necesidades de un Poder Real que ha logrado transformar la honra en indignidad, la moral en sentencias rastreras, el dolor ajeno en placer perverso de los idiotas que se creen parte del festín que sólo se les permite mirar.
El asco no alcanza a definir el sentimiento que despiertan, en quienes todavía sentimos al otro como a uno mismo, estos actos incoherentes con la definición de “humano”. La repulsión que generan estos personajes amorales, las angustias que hacen trizas las esperanzas de vivir en un mundo mejor, la desazón de no encontrar salidas a estos nauseabundos procederes, tienen que servir a la reproducción del hastío de ver y vivir rodeados de semejantes tan sórdidos. Debe extraerse, de estas acciones depredadoras de la condición humana, las sentencias de muerte a tanta maldad elucubrada con placer por tantos usureros de corazones retorcidos.
Habrá que convertirse en artífices de la reconstrucción de la bella palabra solidaridad, para internalizarla en cada uno de nosotros. Tendremos que fabricar el antídoto a tanta falsía impuesta con fervor militante por quienes se auto-adjudican superioridades imposibles de sostener por sus prosapias de miserables consumados. Mientras tanto, deberemos cuidar y contener a los caídos en peores desgracias que la que pudiéramos padecer nosotros mismos, para transformar su extrema pobreza en base para nuestras rebeliones, hoy más que nunca, impostergables.
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