Por Roberto Marra
La brutalidad se ha convertido en un blasón. Quien manifiesta tal condición, exhibe con orgullo su caída en el peor de los mundos del intelecto. Los brutos hacen gala de sus modos y sus verbas insultantes, poniendo en duda a quienes no lo son (todavía), arrasando con la razón y la búsqueda de la verdad, aunque sea relativa. La bestialidad semántica acumula “éxitos” en redes sociales y colas de supermercados, en reuniones de bares y casas familiares, haciendo de la comunicación humana un vaciadero de obscenidades aculturales que denigran la (supuesta) humanidad de quienes las emiten y de sus interlocutores.
La exacerbación de las atrocidades parlantes no son para nada casuales, ni provenientes (sólo) de una condición psíquica individual que indique el triunfo del instinto por sobre la razón. Por fuera de lo que cada individuo pudiese cargar en sus actividades neuronales, se trata más bien de actitudes provocadas por los interesados en hacer de la sociedad un ámbito de fácil manipulación, donde las personas actúen en base a reflejos condicionados. Las condiciones las elaboran y difunden hasta el hartazgo los centenares de medios de comunicación que suelen denominarse hegemónicos, casi un monopolio de la palabra que exhiben con verdadero orgullo sus propietarios, y alimentan, paradójicamente, los representantes del Pueblo, con su enormes aportes dinerarios llamados, eufemísticamente, “pautas publicitarias”.
Leer los comentarios de los artículos periodísticos en los diarios digitales, se ha convertido en un verdadero oprobio a la razón. Escuchar las porfiadas interpretaciones de la realidad por parte de los “comunicadores estrellas” que habitan el mundo televisivo y radial, impulsa la proliferación de las actitudes más consustanciadas con el odio irracional y la imbecilidad. Sostener una convicción frente a semejantes energúmenos es una tarea de titanes del conocimiento y la valentía, que a muy pocas personas les cabe la capacidad para ejercerlas en común.
Saciar el “hambre” de “tener razón”, es la consigna con la que se manejan estos apasionados por el desconocimiento y la inhabilidad para comprender los sucesos y sus explicaciones por parte de los que de verdad saben de lo que se trata cada asunto. Debatir es una pretensión vana ante semejantes negadores de los otros. Intentar dar una batalla de ideas es una acto suicida para quienes lo intenten. Generar propuestas superadoras de los males padecidos es una acción que terminará siempre aplastada por la contubérnica manera de oponerse a todo por parte de los brutos y los embrutecedores afines.
Nos aplastan por el peso ciclópeo de sus medios. Nos estigmatizan por la infinita capacidad repetitiva “goebelliana” de sus maquinarias comunicacionales. Nos alejan de los propósitos que de verdad importan, en base a “relatos” de fantasiosos orígenes y frustantes finales. Hacen papilla del conocimiento, lo revuelven en la olla de la perversión y el desprecio, para terminar regurgitando falacias elaboradas con el agregado repugnante de la acidez verbal y el insulto más repugnante.
Desde este lado de la realidad, se hacen esfuerzos por encontrar caminos de discusiones sensatas, utilizando ideas que intenten definir las razones primigenias de la actualidad y tratar de desasnar a los individuos perdidos en la neblina de la historia mal contada a propósito. Pero no alcanzan, por las dimensiones de la capacidad destructiva de la sociedad y su futuro por parte del Poder Real y su máquina del retroceso permanente.
Es el método usado en cada rincón del Planeta malherido, al que intentan hacer que deje de respirar, como método brutal de un triunfo final, inútil e inhumano. Es la estupidez misma, la que está triunfando. Es la peor de las sinrazones la que estamos padeciendo a cada minuto, borrando de nuestras memorias los resultados de la acumulación de tanta cultura humana, enviándonos a la prehistoria del conocimiento, regresándonos a las cavernas del odio y la venganza, para blandir garrotes de brutalidades que golpeen una y otra vez sobre nuestros últimos refugios: la esperanza y los sueños populares.
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