Cuando en la muy lejana prehistoria, los humanos descubrieron el fuego, sin dudas que comenzó una nueva época. Con él aprendieron a calentarse y a cocer sus alimentos, lo que les proporcionó la posibilidad de mayor crecimiento físico e intelectual, además de la conservación por mayor tiempo de los mismos. Ese nuevo partícipe de la cotidianeidad significó una revolución que elevó a la humanidad a un nuevo estadío en su desarrollo. Más adelante, aprendieron a utilizarlo como arma en las luchas desatadas por las conquistas territoriales, individuales o tribales, lo que también, a pesar de los efectos mortíferos de ese uso, siginificó otro “avance civilizatorio”, si es que la posibilidad de matar pudiera ser vista como tal.
Como sea, la realidad es que aquel fuego primigenio nunca dejó de participar de las actividades de los humanos a partir de entonces. Ya con la revolución industrial, su uso se propagó con la rapidez de los nuevos inventos y descubrimientos, participando de las elaboraciones de productos manufacturados y siendo pieza clave para el desarrollo de esa etapa donde diera comienzo lo que denominamos capitalismo. Claro que el fuego ya no era el de entonces, libre en su manifestación natural, sino constreñido a las maquinarias que servían para la producción masiva de manufacturas y también para la aparición de inventos tan importantes como el motor de combustión interna, siempre con el fuego como protagonista principal.
El mismo fuego es “figura estelar” en las guerras, donde las bombas primero y los misiles después, se convirtieron en protagonistas excluyentes en esas crueles manifestaciones de lo peor de los humanos, con la máxima expresión de los genocidios de Hiroshima y Nagasaki, como referencias que no lograron hacer desaparecer la voluntad asesina de los poderosos mediante la utilización de ese viejo “amigo” de la humanidad.
Otro ámbito donde se introdujo su utilización, es la agricultura. Con él se queman los restos de los sembradíos cosechados para un nuevo uso, de una manera que pareciera inocua en un principio, pero demostradamente mortal para la naturaleza. Es que el fuego lleva siempre la muerte en su interior, la esparce por donde se enciende y extermina hasta lo profundo la vida más elemental.
Es la base de un falso desarrollo, el apurado principio de la ganancia fácil, el latrocinio de la creación del Universo para la simple y estúpida acumulación de capital. Es la brutalidad manifestada con crueldad y perversidad por parte de los “grandes productores”, que aparecen como “víctimas” de un sistema que los tiene como parte indisoluble de sus principios jerárquicos.
El uso del fuego en la agricultura está haciendo desaparecer la Amazonía, con una velocidad que asusta a las generaciones que están naciendo y condena a la culpa definitiva de las actuales, responsables por acción u omisión de semejante locura productivista. Miles de hombres y mujeres que habitan desde milenios esos territorios, son expulsados, cuando no asesinados, para extender los robos a la naturaleza de los sembradíos sojeros y sus metrallas de venenos.
Pero no debemos ir tan distantes. Aquí mismo, en las tierras enajenadas desde los inicios de nuestra nacionalidad por los ladrones de las campañas a los desiertos inexistentes como tales, sucede la misma y mortal aniquilación de la naturaleza. Son los mismos de entonces y quienes se les fueron agregando a la maldad genocida a través de las décadas, los autores de inmensas quemas de campos sin importarles los resultados mortíferos de sus actos, empujados por ansias desmedidas de riquezas que, invariablemente, estarán cubiertas con la sangre de los que sufren las consecuencias de sus llamas, fabricadas a medida de sus ambiciones monetarias.
Cubiertos por la capacidad convincente de la mediática satanizada, sus actos perversos sólo serán vistos como “necesarios procedimientos agrarios”, imposibles de ser reemplazados. Inútiles serán las voces de los científicos más notables, las demostraciones más certeras y los resultados visibles de semejantes vulneraciones a la razón. Todo será desmentido por otros “notables”, pero mucho más adaptados a los requemientos del Poder y sus acólitos. Muchos profesionales, preparados por universidades inconexas con la realidad, terminan siendo la voz de los poderosos productores y sostén de sus patrañas economicistas. Certificarán con sus palabras, las peores maldades contra la vida natural, convirtiendo sus nobles oficios en engranajes de la oscura maquinaria de este desatino atroz.
Ahora es el delta del grandioso Paraná que quieren devorar con sus llamas de ambiciones. Es la última manifestación de la naturaleza que se quieren robar para encerrarla en lejanas cajas fuertes, donde abonarán supuestos venturosos futuros para sus inútiles descendientes, simples monigotes destinados a gozar de un Mundo muerto por sus supuestos “benefactores”. Protegidos por politiqueros sin moral ni sentido común, están aniquilando nuestros pulmones con el humo maldito de sus lógicas de ganancias fáciles, secando nuestros humedales para convertirlos en “fabricas” de riquezas tan etéreas como sus gozos incomprensibles. Recostados en un Poder Judicial tan lento como cómplice, continúan con sus “ardientes” ecocidios, desafiando las protestas populares y desoyendo advertencias tan fútiles como las sanciones que reciben por sus ilicitudes.
Arrasan con la tierra y arrasan con la historia contenida en cada molécula de su compleja composición. Terminan con lo que comenzara alguna vez en una cueva de algún rincón del caliente Planeta de entonces, encendiendo el fuego que ahora ya no es para cobijo, sino para matar a la humanidad que se protegió con él cuando supo domesticarlo. Como Nerones modernos, queman todo a su alrededor para pretender ver allí el refugio de sus poderes que creen infinitos. Y terminarán como aquel, envueltos en las llamas de sus miserias humanas, huyendo hacia ninguna parte, aplastados por sus propios destinos y apuñalados por la naturaleza que, inexorablemente, se cobra su venganza.
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