Imagen Página12 |
El candidato que mejor mide para estas elecciones es Cristina Kirchner.
Es la que mantiene la iniciativa política con medidas y acciones concretas. A
pesar de una situación económica complicada, la oposición no ha podido instalar
un solo tema de su agenda desde hace varias semanas. Pero la Presidenta ya no
puede renovar. Las encuestas muestran que es la política con mejor imagen, pero
los posibles candidatos del Frente para la Victoria, incluyendo a Daniel
Scioli, no tienen los mismos resultados y el kirchnerismo tendrá que esforzarse
si quiere ganar.
La semana que pasó hubo comicios
presidenciales en Brasil, mañana serán en Bolivia y los próximos días habrá en
Uruguay, además de la segunda vuelta en Brasil. De los gobiernos populares que
rompieron con décadas de hegemonía neoliberal en América latina, los únicos que
tienen perspectivas electorales relajadas son el de Rafael Correa en Ecuador y
el de Evo Morales en Bolivia. Las proyecciones ponen a ambos dirigentes a años
luz de sus competidores. Para los demás, los comicios implican un desafío.
Dilma Rousseff, Tabaré Vázquez, el candidato del FpV en la Argentina y el
chavista que se presente en 2017 en Venezuela están cabeza a cabeza con sus
competidores de la derecha.
Los únicos dos que no tienen
problemas, Evo y Correa, son los que reformaron las constituciones para permitir
sus reelecciones. En todos los demás se pondrán en juego nuevas o viejas
figuras que deberán revalidar títulos para dar comienzo a una nueva etapa de
estos procesos de integración e inclusión que fueron fundados por quienes ya no
son, o no pueden ser, sus candidatos.
Los fundadores de estos procesos
capitalizaron sus logros. Pero no se produjo una acción transitiva absoluta
hacia quienes los sucedan. No se trata solamente de la existencia o no de una
organización o de un proyecto explícito que sostenga esas transiciones. Aun
cuando esas organizaciones sean fuertes, como es el caso del PT en Brasil, los
nuevos candidatos heredan sólo una parte del capital que acumularon sus
antecesores. En Brasil, Dilma no es Lula. Ella recibe una porción de los votos
que tuvo Lula y la otra parte está obligada a disputarla. Lo mismo sucede en
Argentina, Venezuela y Uruguay. El presidente José Mujica terminará su gestión
con el 60 por ciento de imagen positiva, pero Tabaré, que ya fue presidente,
deberá disputar voto a voto en la segunda vuelta con los blancos. En Ecuador y
Bolivia este fenómeno se manifiesta de otra forma, pero es más fuerte aún
porque allí nadie podría imaginar siquiera quiénes serían los candidatos si no
estuvieran Evo y Correa.
En el plano más amplio de las
definiciones políticas, que es el electoral, la identificación personal aparece
como más fuerte que las demás posibles: organización, partido, ideología,
proyecto. Por lo menos es así cuando hay una renovación de las identidades
políticas. El kirchnerismo, que inician Néstor y Cristina Kirchner, es una
expresión renovada del peronismo y además suma otras corrientes que no son
peronistas. El PT, que renovó la izquierda brasileña, fue fundado por Lula, y
Dilma es la primera que trata de reemplazarlo como presidenta y candidata.
Estos procesos surgieron en un
punto de inflexión a fines y principios del milenio pasado con el quiebre de
los modelos neoliberales. Lula, Néstor y Cristina, Chávez, Correa o Evo
iniciaron estos procesos de transformaciones populares en sus países. Cada uno
frente a realidades diferentes y puntos de partida también diferentes. El PT y
el Frente Amplio uruguayo habían perdido varias elecciones, pero fueron
identificados a nivel masivo como opción de poder recién a partir de que fueron
gobierno y asumieron los reclamos populares que habían sido relegados en las
nuevas democracias.
Como ha sucedido históricamente,
esas aperturas constituyeron nuevas identidades políticas (pese a que algunas
de ellas venían de antes), pero muy centradas en los dirigentes que las
iniciaron.
Con la misma sincronía con que
empezaron, estos procesos entran ahora en una nueva etapa. Son todos
movimientos que dejaron atrás los paradigmas de las dictaduras del proletariado
o democracias populares y han asumido las reglas de juego de la democracia
formal con elecciones libres. Ya han revalidado su legitimidad en las urnas más
de una vez y la mayoría sorteó los atentados antidemocráticos de sus
oposiciones derechistas, supuestamente “democráticas” y “republicanas”, que
instrumentaron golpes de mercado, golpes judiciales, militares, policiales,
parlamentarios y hasta intentos separatistas. En todos los casos sufren feroces
campañas de difamación y mentiras por parte de los medios concentrados de
comunicación.
Pero la etapa que se abre es
todavía más difícil porque pasar del candidato fundador a un candidato normal
pone en riesgo la permanencia en el gobierno. Y la permanencia en el gobierno
es la que les otorgó una identidad. Ser opción de poder es muy diferente a la
idea de contrapoder de la cual proviene la mayoría de estos movimientos. Está
el temor subyacente de que si se pierde el gobierno, se pierde una identidad.
Una opción de poder, cuando no está en el gobierno, lo disputa, y cuando lo
gana, lo ejerce. El contrapoder no hace nada de eso y en un punto se convierte
en funcional al poder establecido. Así sucede con las izquierdas sectarias y
con las propuestas autogestionarias que se marginan de la sociedad y la
política.
Participar en el juego
democrático es asumir un compromiso que no asegura la permanencia eterna en el
gobierno, pero que exige disputar el poder permanentemente de todas las formas
posibles y usando toda la caja de herramientas políticas y económicas legales.
La democracia exige una vocación de poder mayor aún de la que necesitan los
partidarios de regímenes que se perpetúan por la fuerza. Porque en democracia
el gobierno se puede perder y hay que buscar las formas democráticas de
mantenerlo o de volver a ganarlo. La derecha trata de esconder ese valor,
requerible para la participación democrática, detrás de una especie de juicio
ético. Para ellos, una cosa es un idealista romántico –tan inofensivo y
simpático– y otra es el que disputa poder. Lo primero se permite y lo demás es
corrupción, igual que la política. Una política popular con vocación de poder
es pecado mortal. El mensaje de la reacción conservadora siempre es contra la
política y contra cualquier acción que muestre vocación de poder. Se puede ser
todo lo anarquista o izquierdista que se quiera, pero sin hacer política ni
disputar poder. Bajo ese paraguas tan conveniente, muchos de los comunicadores
de la oposición se definen graciosamente como izquierdistas o progresistas con
lo que son usados además para legitimar el falso democratismo de esos medios
reaccionarios.
El riesgo está en confundir al
poder con un fin en sí mismo, por eso, lo primero que aclaró Néstor Kirchner,
fue que no iba a dejar sus principios afuera de la Casa Rosada.
Es una etapa difícil porque
además de que los candidatos fundadores dan paso a candidatos normales, la
transición se produce en una coyuntura de fuerte desaceleración de la economía.
Esta situación alimenta el malestar de las capas medias que, a pesar de haber
sido las más favorecidas por estos procesos, oscilan entre el respaldo y la
oposición. La Argentina y Brasil han sido los dos países de la región donde más
ha crecido la clase media en estos diez años. Comparada con 2003, la clase
media argentina se duplicó. Sin embargo, de ella provienen los sectores más
recalcitrantes y hasta violentos de la oposición. Las ciudades de Buenos Aires
y San Pablo, que han sido muy beneficiadas por las políticas de sus gobiernos
nacionales, en especial sus barriadas populares, constituyen baluartes
derechistas emblemáticos.
Es una etapa donde juegan las
múltiples variables de la democracia. Si los nuevos candidatos ganan, habrán
superado esa transición. Si no lo hacen, la novedad será que habrá en el llano
movimientos populares con vocación de poder, o sea opciones concretas para los
intereses populares. El llano quiere decir además bloques legislativos
nacionales, provinciales y municipales, intendentes y gobernadores y otra gran
cantidad de resortes institucionales. Ese entramado amortiguará la reacción
conservadora cuando quiera avanzar sobre los logros que se alcanzaron en estos
años. Es difícil, por ejemplo, que Brasil, Uruguay o Argentina abandonen de la
noche a la mañana al Mercosur y otros organismos de integración regional, como
vienen anunciando desde la oposición en estos países. El desafío de los
procesos populares en la región es tratar de consolidar lo que se avanzó, en un
contexto económico difícil para la mayoría de los países y con una fuerte
presión para la restauración conservadora. Los procesos electorales serán sólo
uno de los obstáculos que deberán sortear porque estos procesos ya no se pueden
decidir en una sola coyuntura.
*Publicado en Pagina12
No hay comentarios:
Publicar un comentario