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Los consultores de opinión
afirman –sobre la base de sus encuestas, claro– la existencia de un estado de
ánimo popular que le pide al próximo presidente una mezcla de “cambio” y de
“continuidad”. Difícilmente esa combinación, supuestamente mayoritaria en la
conciencia ciudadana, pudiera expresarse en un bloque político-social más o
menos articulado porque es imposible saber, en semejante grado de abstracción,
qué significa “continuidad y cambio”. ¿Continuidad de qué, cambio de qué? Hasta
ahora ninguna de las empresas consultoras que sostienen este esquema se ha
pronunciado al respecto.
Una probable reinterpretación del
clima que las encuestas dicen reflejar sería que lo que “pide la gente” es una
moderación de la política. Algo así como una tregua política en medio de tanta
tensión. La política, sin embargo, no deja de transitar por el camino
estrictamente opuesto; el Gobierno tensa y profundiza los conflictos y las
oposiciones mediático-políticas radicalizan más aún su siempre sistemática
oposición a cuanto haga, diga o sugiera el Gobierno. En el caso de las
oposiciones, hay líderes que se indignan y prometen derogar leyes que su propio
bloque legislativo aprobó en su momento. Ahora bien, las tensiones no son
frutos de malentendidos ni de caprichos. El Gobierno ha elegido, ante el juego
de pinzas entre extorsiones externas y amenazas incendiarias internas (el aviso
de los “estallidos para diciembre” que hizo Barrionuevo, por ejemplo) la vía de
asumir la intensidad del conflicto. Es interesante apuntar que es la primera
vez en muchas décadas que un gobierno adopta ese camino como respuesta a la
escalada desestabilizadora de los poderosos; no fue ese el camino que tomaron
muchos gobiernos legítimamente electos, quienes consideraron que el camino
frente a las extorsiones era la moderación y la negociación. Estuvieron
dispuestos a retroceder respecto de un rumbo mayoritariamente votado, para
cambiar el clima de guerra por otro de concordia o, por lo menos, de tregua. El
final de esta historia es por demás conocido: los gobiernos se debilitan al
abandonar el rumbo y los desestabilizadores consuman la ingobernabilidad y la
apertura de un nuevo capítulo político. El actual gobierno de Cristina Kirchner
transgredió esa norma; no se trata de negarse a cualquier negociación y de
hecho estos últimos gobiernos abrieron varias órbitas de negociación con el
mundo de las empresas poderosas –desde la reapertura de las paritarias hasta el
plan precios cuidados y el Pro.Cre.Ar– aún en las condiciones en que las
contrapartes, como se sigue viendo hoy en los supermercados, no se comporten
demasiado pudorosamente ante los acuerdos que ellas mismas firman. Lo que se
pretende evitar es que la negociación sea el nombre elegante de la
capitulación. Es decir que implique el abandono de la propia mirada y su
suplantación por la del otro.
Así parecen ser las cosas del
lado del Gobierno. ¿Cómo se explica, en cambio, la furia un poco
indiferenciadora que han exhibido en estos días quienes desde la política, los
medios de comunicación y los centros del poder económico, resistieron cada uno
de los pasos del Gobierno? Cuando dentro del vértigo que son las noticias de
cada día, rescatamos la escena de una oposición que abandona el recinto sin
discutir ni votar nada menos que el Código Civil y Comercial de la Nación,
tomamos conciencia de la extraordinaria violencia simbólico-política que están
practicando estos sectores. Entonces lo primero que nos viene a la mente es la
sensación de que están cometiendo un error político: están abandonando el
terreno de la moderación que las consultoras de opinión recogen en sus
trabajos. Ahora bien, este supuesto error es el que las oposiciones
políticamente organizadas están cometiendo desde hace ya varios años: la
exitosa guerra sin cuartel de los tiempos de la Resolución 125 pasó a ser el
modelo general de acción política para el bloque social y político que resiste
el rumbo del país en los últimos años. Es un modelo sumamente efectivo en su
potencialidad de daño, que en muchos casos –como en el del actual conflicto con
los fondos buitre– no es solamente para las posiciones del Gobierno, sino para
los intereses nacionales. Esa capacidad de daño entusiasma a los propulsores de
las escaladas desestabilizadoras, pero tiene un límite político que se ha
revelado de modo patente en los últimos cinco años: de esas escenas críticas no
surge un liderazgo, un discurso, un proyecto capaz de galvanizar los ánimos y
construir otra fórmula de gobierno. ¿Quiénes son los actores que construyen
estas escenas? Son grupos económicos con influencia decisiva en el
funcionamiento del mundo financiero, fuerzas políticas que pretenden montar sus
proyectos futuros en ese ambiente de furia, sectores sociales altos y medios
con capacidad de influir “hacia abajo” y, en un lugar central, los grandes
medios de comunicación concentrados. Es una alianza heterogénea y con recursos
sumamente distintos para capitalizar a su favor la situación. Todos los
integrantes de esta coalición desean el surgimiento de una síntesis política
capaz de ganar y gobernar en otra dirección. Sin embargo ese hecho no se
produce.
En la práctica, el mencionado
modus operandi no tiene una lógica ni una temporalidad político-electoral. Su
formato lo acerca más a una escena de crisis de gobernabilidad y de ruptura
institucional que a un proceso de acumulación capaz de rematar en una elección
exitosa. Por otro lado, quienes tienen los máximos recursos para la
construcción de estos climas, es decir los grandes medios de comunicación,
manejan en buena medida sus tiempos y sus repertorios discursivos; no son un
actor más sino quienes deciden sobre el peso de la acción en la escena
política. Quien quiera profundizar en esta cuestión podría estudiar los
cacerolazos desde el punto de vista de las consignas que en ellos predominaron;
casi no había nada en los carteles que no hubiera estado antes en la tapa de
los principales diarios y ocupado las pantallas durante veinticuatro horas al
día. Todos los casos, todos los argumentos, todas las imágenes de esos diarios
y esos canales estaban presentes como libreto de la música de las cacerolas.
Cuando se habla, entonces, de
cambio y de continuidad o de moderación en las formas de la política no hay que
perder de vista este contexto. Un contexto convulsivo, cargado de profecías
apocalípticas que vienen repitiéndose hace muchos años sin que el paso del
tiempo y el fracaso logre llevarlas al merecido olvido. Y ese contexto no es
casual ni neutral. Corresponde a las formas en que un bloque político-social
desplazado del poder procura recuperarlo. No están en la busca de un nuevo
presidente o de un nuevo partido en el Gobierno, sino en la de asegurar
condiciones para el regreso al ejercicio pleno del poder. ¿Cómo pensar
políticamente desde aquí la cuestión de la continuidad y el cambio? Dejemos de
lado que no existen la continuidad y el cambio absolutos, cualquier proceso de
cambio tiene que convivir con la continuidad y toda continuidad tiene que hacer
cambios si pretende proyectarse en el tiempo. La forma ideal de este reclamo
encuestocéntrico es una fórmula que asegure la continuidad de las conquistas en
un clima menos enervado; hay un candidato, Scioli, que ha enarbolado esta
fórmula. En su caso le permite intentar una síntesis perfecta para conseguir lo
que necesita. Para conservar fuertes lazos con el gobierno nacional y atraer, a
la vez, a muchos críticos que lo ven como el camino para llegar a sus
objetivos. Para tallar a la vez en el universo peronista y en sectores medios
que no pertenecen a él. No se hará aquí ninguna evaluación moral de esa
estrategia porque la moralidad no rige estos asuntos. Tampoco sobre el éxito
que pueda tener y ni siquiera sobre qué actitud sería la mejor para quienes
quieren continuar y profundizar el rumbo de los últimos años.
La pretensión a la que parece
apuntar cierta interpretación del problema de la continuidad y el cambio parece
ser la construcción de un amplio “centro” político, de una esfera plural en la
que sin renunciar a ninguna conquista pueda perseverarse en esa línea, en otro
contexto. A saber, en el contexto de una negociación en la que quienes hoy
apuestan a la recuperación plenaria del poder acepten una versión más moderada
de lo mismo que se ha venido haciendo en estos años. Habría que imaginarse cómo
serían los términos de esa negociación y, sobre todo, la naturaleza de lo que
se ofrecería a cambio. En otros terrenos, menos comprometidos con el actual
estado de cosas, la fórmula podría ser “un neoliberalismo con rostro humano”,
fórmula francamente horrorosa pero sugestiva. En cualquiera de sus variantes,
esta fórmula desembocaría sin muchas vueltas en la ya conocida, y fracasada,
teoría del derrame, en la que los sectores populares viven con las sobras –eso
sí, cada vez mayores– de la acumulación en la cúspide.
Ese centro moderado, no
conflictivo y más o menos neutral no existe más que como la retórica de la
continuidad del timón político en manos de los sectores del poder concentrado.
Dramáticamente lo comprobó la experiencia de la Alianza después de la brutal
reconversión neoliberal de la economía en tiempos de Menem; la moderación de
ese período solamente consistió en no cambiar nada y esperar que el incendio
empezara. Por otra parte, la enunciación de una promesa de moderación no puede
prosperar en medio de una práctica absolutamente antagónica en la que los
verdaderos objetivos de cada uno aparecen claramente a la vista. Da la
impresión de que vivimos una pulseada histórica de gran calibre y que la
construcción de un clima de menor tensión vendrá –si es que viene– después de
un resultado más o menos estable de esa pulseada.
*Publicado en Página12
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