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¿Qué
horror se descubrirá –alguna vez, supongo– del gobierno de CFK que
justifique el odio que despierta en varios sectores? ¿Qué permitirá
comprender que una columnista de La Nación presente un libro junto al
líder del Partido Obrero? Difícil saberlo. Pero debiéramos tratar de
comprender algo. En la Argentina, y en casi toda América latina, hay una
lucha entre los intereses neoliberales y los gobiernos que han surgido a
comienzos de la primera década de este siglo. Si tratáramos de
encontrar el núcleo de la cuestión se podría afirmar que hay (como la
hay desde hace siglos) una discusión en torno del Estado. Entre la
relación entre Estado y Economía. ¿Debe el Estado intervenir en el libro
flujo de la economía? ¿Debe recluirse sobre sí y asegurar meramente el
orden interior?
Desde Martínez de Hoz se escucha que achicar el Estado
es agrandar la Nación. Se trata de una consigna notablemente precisa
para explicitar el pensamiento de uno de los defensores más empeñosos de
la desregulación económica. Hablamos de Friedrich von Hayek, a quien
hoy suele llamarse padre del neoliberalismo. Lo es. Si Videla acuñó esa
consigna sobre la grandeza de la Nación basada en el achicamiento del
Estado, a nadie deberá sorprender que la teoría de Von Hayek se base en
el concepto de Estado mínimo. Así, Hayek ha inspirado a los gobiernos,
no sólo de Videla, sino de Pinochet, Reagan y Thatcher. Su defensa del
liberalismo económico lo lleva a someter la democracia a sus postulados.
El Estado, meramente deberá garantizar el orden espontáneo del mercado.
Hayek deposita una fe poderosa en la autorregulación del mercado. No
acude a la mano invisible smithiana, no la requiere. Confía más que
Smith en el poder del mercado. Libre mercado y democracia se alimentan,
uno es la garantía del otro. Pero no son equivalentes. El mercado tiene
primacía absoluta. El liberalismo económico desplaza al político. Hayek
termina por confiar más en el mercado que en la democracia. Teme a una
democracia planificadora. No es la que garantizará el orden espontáneo
del mercado. Hayek detesta y es un cruzado contra el intervencionismo
estatal. La palabra “planificación” y lo que ella significa es motivo de
sus iras y de sus ataques desmesurados. Si una democracia es
planificadora no es democracia. Habrá que superarla. Sólo es democracia
la que no planifica. Planificación y Estado intervencionista son –para
Hayek– lo mismo. No es casual que él y los suyos –los “Chicago Boys”–
hayan apoyado a regímenes aberrantes en lo político, lo social y los
derechos humanos. No les importa. Prefieren una democracia autoritaria
(algo que es un oximorón) o, sin más, un régimen totalitario si les
sirve para oponerse a la planificación, a la regulación de la economía.
El mercado ha de ser libre, cueste lo que cueste. Así, no se alteran
para nada si apoyan a Pinochet y a Videla. Los “Chicago Boys” jugaron un
papel importante en Chile y Argentina. Los desaparecidos desaparecían
en aras de la vigencia del mercado libre, de la desregulación económica y
del achicamiento del Estado, cuyas causas opuestas representaron
siempre los regímenes socialistas y populistas. Era –para Hayek y los
suyos– una noble causa para desaparecer. Si hay que matar por eso, se
mata. Lo contrario es peor. ¿Qué es “lo contrario” para Hayek? Algo
hemos visto: regular el mercado desde el intervencionismo estatal. Esto
tienen un nombre dentro del capitalismo: el capitalismo del New Deal. El
de Keynes.
Según se sabe, Keynes arrancó a Estados Unidos del crac del ’29
aplicando las teorías del New Deal. Básicamente eran: intervención del
Estado en la economía y pleno empleo. El pleno empleo garantizaba la
capacidad de consumo de la población. La capacidad de consumo
garantizaba el desarrollo de las industrias. Era un plan para el
salvataje del mercado interno. Hay una dialéctica entre la producción y
el consumo de la que el liberalismo y el neo abominarán siempre. Es, sin
embargo, sencilla y notoriamente razonable: lo que requiere una
industria productora es un mercado consumidor. Lo que requiere un
mercado consumidor es una industria productora. Ambos se dinamizan y
crean eso que hace que un país sea autónomo. Un mercado interno nacional
con el respaldo de un Estado Benefactor de los intereses nacionales y
de los pequeños y medianos empresarios que producen para el mercado
interno. Esto es eso que los neoliberales llaman “populismo”. El
“populismo” –al partir del pleno empleo– olvida al mercado en beneficio
del “pueblo”. Luego, el intervencionismo de Estado, lleva al
autoritarismo y a la corrupción. En tanto el “Estado mínimo” garantiza
la transparencia del mercado en las grandes empresas que son las que
seriamente beneficiarán al pueblo, no a través de la demagogia, sino por
medio de la teoría del derrame. Además, el populismo siempre está a un
paso del autoritarismo y de las economías de planificación socialistas.
Al caer el Muro de Berlín, las potencias occidentales vieron el
terreno fértil para sus planes ya conocidos y para los nuevos. Surge,
así, el célebre Consenso de Washington, cuyos puntos centrales son los
siguientes: 1. Disciplina presupuestaria de los gobiernos. 2. Reorientar
el gasto gubernamental a áreas de educación y salud. 3. Reforma fiscal o
tributaria, con bases amplias de contribuyentes e impuestos moderados.
4. Desregulación financiera y tasas de interés libres de acuerdo al
mercado. 5. Tipo de cambio competitivo regido por el mercado. 6.
Comercio libre entre naciones. 7. Apertura a inversiones extranjeras
directas. 8. Privatización de empresas públicas. 9. Desregulación de los
mercados. 10. Seguridad de los derechos de propiedad.
Este Consenso (cuyos diez puntos obedecen a la inspiración del
economista John Williamson) guardan muchos aspectos en común con las
tesis de Von Hayek. Se aplicaron en el país bajo el gobierno de Carlos
Saúl Menem. 1. Esta disciplina presupuestaria exigía cuentas claras en
la macroeconomía. El país receptor de los capitales multinaciones debía
entregar seguridad a los mismos y no someterlos a riesgos indeseables.
Las “cuentas claras de la macroeconomía” expresaban la teoría “del
derrame”. 2. Una vez satisfechas las necesidades de la macroeconomía la
copa llegaría a su tope y se produciría el derrame sobre las clases
necesitadas, que deberían esperar hasta entonces. 3. Los impuestos
moderados a los contribuyentes beneficiaban a las grandes empresas. Una
cosa es un contribuyente de millones de dólares por año y otra uno de
dos mil pesos. A todas luces resulta absurdo aplicarlos a los dos
impuestos moderados. Pero aplicarles impuestos mayores a los grandes
contribuyentes requeriría una intervención del Estado populista o
autoritario que tendría por motivo una alteración del flujo natural de
los mercados. 4. La desregulación financiera es un sueño del capital
transnacional y las tasas de interés, si son de acuerdo al mercado,
serán expresión de los acuerdos de los grupos monopólicos que lo
dominan. Detrás de todo esto hay un gran cinismo. Nadie ignora que el
mercado, al no regularse, al ser entregado a su propia mecánica, cae en
manos de los monopolios. Sólo el Estado puede –al menos– defender el
equilibrio del mercado. De lo contrario –según dijimos– cae en manos de
los monopolios. ¿Cómo? Muy simplemente. Los monopolios pueden vender a
pérdida durante un año y arruinar a todas las pequeñas y medianas
empresas del “mercado libre”. Ahí, las compran y las incorporan a su
grupo monopólico. El mercado, librado a su propia dinámica, se concentra
y termina por ser patrimonio de tres o, a lo sumo, cuatro empresas.
Así, el mercado libre llega muy pronto a ser la negación de la
democracia. El resto de los puntos resultan de los que ya analizamos y
–a su luz– resultan patéticos. Falsedades que nos ofenden.
Siempre los neoliberales o los viejos liberales al frente de
gobiernos abiertamente genocidas (tengamos en cuenta que Hayek y los
suyos no vacilaron en apoyar “democracias liberales autoritarias”
basadas en el exterminio de seres humanos) valoraron más que la
democracia la defensa de la libertad de mercado. Insistieron (y éste,
dolorosamente, es un argumento que los regímenes socialistas les
sirvieron en bandeja) en señalar que los desastres humanitarios de la
Unión Soviética o China o los de Pol Pot y su Khmer Rouge en Cambodia,
justificaban los que ellos habían apoyado por causas más nobles, en las
que sinceramente creían.
En suma, lo que hoy se juega –entre otras cosas: ambiciones
personales, odios sobreactuados, golpes bajos, etc– es la suerte de un
gobierno Nacional Popular y Democrático unido al keynesianismo de la
regulación del mercado y el intervencionismo estatal y el retorno a
Hayek, al John Williamson del Consenso de Washington, a la hegemonía de
las grandes empresas monopólicas. Es notable que el argumento esgrimido
sea casi centralmente el de la corrupción cuando, en rigor, ellos
instalaron los gobiernos más corruptos de la Argentina, el de los
militares masacradores del ’76 y el del Carlos Saúl Menem, que les
entregó el país como conejito de Indias de las recetas voraces del FMI y
lo llevó a la ruina en medio de los mayores escándalos de corrupción.
Esto no justifica ninguna acción turbia del gobierno actual. Sobre la
cual –si se prueba– caeremos fuertemente. Pero la causa no es la
corrupción. Es otra. Todo gobierno popular ha sido erosionado desde la
corrupción. Es que la gente –manipulada por el poder mediático
hegemónico– cree que las clases altas no roban, porque son finas y
tienen dinero. Roban los sucios populistas, llenos de ambiciones
bastardas. En fin, la tragedia argentina –en una de sus importantes
facetas– es así: 1) La clase media no quiere ser lo que es. Quiere ser
clase alta. No clase baja. 2) Cuando los gobiernos populistas les
posibilitan acceder a un buen nivel económico (que habían perdido bajo
un gobierno neoliberal) se siente otra vez clase alta y busca destituir a
los impresentables populistas. 3) Suben otra vez los neoliberales de
las clases acomodadas. La clase media vuelve a arruinarse. Vota otra vez
al populismo. Y así hasta el agobio, o el vértigo.
*Publicado en Página12
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