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“No hay sino un problema
filosófico serio, el suicidio”. La frase no es de Sabato, es de Albert
Camus. Por su tono melodramático merecería ser del hombre de Santos Lugares,
pero esto se explica porque Sabato copió a Camus entusiastamente. Camus era un
escritor existencialista, con pobre formación filosófica y prosa brillante.
Murió joven, antes de girar hacia la nueva derecha, que era, arriesgo, su
coherente trayectoria. Pero vamos a la frase. Puede impresionar (más si es la
inicial de un libro que tuvo enorme éxito) a más de uno. Y así fue. ¿Cuál es,
sin embargo, su valor de verdad? Camus desarrolla su propuesta diciendo que
decidir si la vida tiene o no sentido, merece ser o no vivida, es el problema
axial de la existencia humana. No es así. El planeta se vería sacudido por una
interminable ola de suicidios si todo aquel que decidiera que la vida no tiene
sentido se pegara un tiro. El suicidio es una cuestión menos racional, no tan
filosófica. Casi siempre el suicida es alguien apresado por una depresión que
no puede superar y lo impulsa a autoeliminarse como única salida. Hoy, la
mayoría de las depresiones se curan equilibrando la química del cerebro. Las
causas del desequilibrio suelen ser existenciales, pero su restitución tiene un
camino psicofarmacológico. Como sea, vemos claramente que los seres humanos no
se suicidan al descubrir que la vida no merece ser vivida. O se dedican a los
placeres instantaneístas, las drogas, el alcohol, el sexo, o un sarcasmo feroz
los lleva a hacer el Mal.
No podemos avanzar más porque no
es nuestro tema. Lo es, sí, en relación con lo que queremos plantear. Esto, lo
queremos plantear, lo vamos a formular en los términos de Camus: No hay más que
un problema filosófico serio, ¿hay o no hay que matar? Desde el punto de vista
empírico, la pregunta pareciera arcaica, pues ha tendido respuesta afirmativa a
lo largo de la sanguinaria historia humana. ¿Qué pregunta es ésa? Si los seres
humanos han matado y seguirán, sin duda, matando. Aparece aquí la célebre frase
de Marx que ontologiza la violencia histórica. O sea, hay historia porque hay
violencia. En una discusión que despertó el filósofo Oscar del Barco (y que se
recopiló en un libro bajo el título de No matar) se buscaron agotar las
dimensiones del problema, que son, no obstante, inagotables. Se recurrió
abundantemente al filósofo lituano Emmanuel Lévinas y a uno de sus libros
fundamentales: Totalidad e infinito. Si quiero plantear una ética basada en la
exigencia de no matar tengo que remitir a la importancia del Otro. Matar es
matar al Otro. ¿Por qué se mata al Otro con tanta facilidad, por qué las
guerras son incontrolables? ¿Por qué han caído nuestras esperanzas de una paz
duradera entre los seres humanos o entes antropológicos? El mandato bíblico (No
matarás) envejeció y tantas veces fue violado que cayó en el olvido. Ante esta
situación, y ante la ausencia de Dios, su silencio, son los hombres los que
toman la palabra. Son ellos los que van a declarar los nuevos mandatos. El
primer intento es el de la Revolución Francesa, que, sin embargo, no logra
rigor universal. Es fruto de una situación transitoria y es la misma revolución
la primera en traicionarlo con la aplicación del terror jacobino de
Robespierre. Así, en 1948, después de los horrores de la Segunda Guerra, las
Naciones Unidas impulsan la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sus
primeros, fundamentales artículos son los siguientes:
Artículo 3. Todo individuo tiene
derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Artículo 4.
Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata
de esclavos están prohibidas en todas sus formas. Artículo 5. Nadie será
sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Artículo 6. Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento
de su personalidad jurídica. Artículo 7. Todos son iguales ante la ley y
tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley.
Sin embargo, han quedado tan
perimidos como los mandatos bíblicos. Desde 1941 que Estados Unidos no declara
una guerra. Esclavitud hay en la centralidad de la Argentina, en la orgullosa
CABA. La tortura es el trabajo central de inteligencia. Y que todos son iguales
ante la ley es un chiste que despierta dolorosas carcajadas, las peores. Hemos
citado una frase de Eric Hobsbawm –en otro lugar– que ahora citaremos
enteramente: el último historiador marxista de prestigio afirma que “todas las
predicciones del presente no apuntan hacia una evolución positiva continuada,
sino a la posibilidad, e incluso la inminencia, de una catástrofe: otra guerra
mundial más mortífera, un desastre ecológico, una tecnología cuyos triunfos
pueden hacer que este mundo sea inhabitable por la especie humana, o cualquier
otra forma que pueda adoptar la pesadilla. La experiencia de nuestro siglo nos
ha enseñado a vivir en la experiencia del apocalipsis”. (Eric Hobsbawm, La Era
del Imperio, Paidós, 2012, p. 1001.)
Volvamos a Lévinas. Podemos
hacerlo por medio del lingüista Ferdinand de Saussure. De Saussure armaba un
sistema de signos en que cada uno se hallaba en relación con otro. No hay un
signo solitario, que se valga por sí mismo. Todos están dentro de un sistema,
todos remiten a todos. Todos necesitan al Otro para existir. De aquí surge el
concepto de diferencia. Si necesito al Otro para existir, y el Otro es
diferente a mí, tengo que vivir en la diferencia. Lo diferente (el Otro) me
hace existir. No soy una presencia absoluta. Si vivo un sistema y en ese sistema
vive también el Otro no me basto a mí mismo para existir. No soy completud, soy
carencia. El Otro marca una despresencia en mi presencia. El Otro me completa.
¿Cómo habría de matarlo? A esto apunta una consigna que lanzó el gobierno de
Cristina Fernández: “La patria es el Otro”. Pocos la entendieron. Debió decir:
“Las patria también es el Otro”. Es el centro del espíritu de la democracia.
Todos nos necesitamos a todos porque todos encontramos nuestra completud en el
Otro. Muchos se rieron de esto. “¿Qué significa?”, dijeron. En una sociedad
dividida entre la sorna y la injuria desdeñosa, llena de odio, con antagonismos
que uno a veces ignora por qué han surgido o, al menos, a qué se debe su
desbocada virulencia, su odio, sus agravios, sus insultos fáciles e impunes que
se vehiculan a través de Letrinet, la afirmación “La Patria es el Otro” suena
como un gesto de buena voluntad pero patético.
Hoy, en Suramérica, la derecha
está enceguecida. Cuesta creer que el deseo de cambiar un sistema económico por
otro tome a veces la altisonancia de una guerra civil. Venezuela ve peligrar su
democracia. Estados Unidos se ve dispuesto a violar todo pacto, toda regla de
convivencia. Los opositores venezolanos –a quienes conozco– son títeres tristes
e ignorantes. No pueden sostener un debate. Son señorones al servicio de la
CIA. Assange ha dicho a Rafael Correa: “Cuídese, presidente. No deje que lo
asesinen”. ¿De eso se trata? ¿De asesinatos que ya están en las carpetas de las
acciones a desarrollar? Entonces hay una tarea que hacer. La Declaración de los
Derechos Humanos de 1948 tiene que recobrar su vigencia. La vida humana deberá
ser respetada. La democracia –el sistema de la vida– deberá ser sostenida a
toda costa. ¿Sabe nuestra clase media lo que le costará una devaluación masiva?
El problema actual con el dólar es viejo. Se ha visto muchas veces. Celestino
Rodrigo –ministro de Economía de Isabel Martínez y López Rega– devaluó el peso
un ciento por ciento para el cambio financiero y 160 por ciento para el
comercial. Lo hizo el 4 de junio de 1975. Seguramente para conmemorar el golpe
de Estado que impulsó –desde el Grupo de Oficiales Unidos– el ascenso de Juan
Domingo Perón hacia el poder. Isabelita y López Rega estaban detrás de Rodrigo,
apoyándolo. Perón les había entregado en herencia el poder del Estado. Eran el
peornismo. Hoy están vigentes y dispuestos a devorarse el poder. Ellos, los
peornistas. Están aliados con las corporaciones financieras, la Mesa de Enlace,
la vieja y la nueva oligarquía, la embajada de Estados Unidos y el poder
mediático.
A fines de 1975, a causa de lo
que se llamó el “rodrigazo”, los precios subieron un 183 por ciento y el país
se hundió en el desabastecimiento. Esto le aguarda a la “primavera
suramericana” si triunfa la derecha aliada a los republicanos y a la CIA. Tiene
que saberlo nuestra clase media. Los de arriba la usan para llegar al poder.
Una vez ahí, la tiran a la basura, a donde no quiere estar, a su peor
pesadilla, la pobreza.
*Publicado en Página12
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