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Una de las primeras frases de
Hugo Yasky en su discurso de cierre de la Marcha Federal fue la afirmación de
la existencia de un nuevo momento político en el país. Acaso el propio acto
multitudinario que lo rodeó esa tarde es parte, producto y factor importante en
ese nuevo momento.
Se trata, claro, de la apertura de una etapa distinta de la
expectativa y la experiencia social frente al gobierno de Macri. Los jalones
que van abriendo paso a esta etapa son, entre muchos otros, el acto conjunto
del movimiento obrero el 29 de abril y las diversas expresiones de protesta
popular que recorrieron todo el país en contra de los tarifazos. Lo primero que
conviene comprender para orientarse ahora es que la conflictividad contra las
políticas oficiales es el fruto de una dinámica política y no una escena
producida artificialmente desde las oficinas de algún partido o espacio
político. La necesidad de aclarar este punto de partida es, sin duda, insólita:
hace rato que el volumen, amplitud y significado de las movilizaciones sociales
está lejos del alcance de las dirigencias partidarias y de cualquier otro
centro de generación. Su alimento principal, lo que ensancha su significación
política en relación a los actos orgánicos de las fuerzas políticas es un
cierto clima social y político. En este caso, el clima es el del final de la
etapa fácil del gobierno de Cambiemos: del tiempo en que las lógicas
expectativas de todo comienzo, la pirotecnia mediática contra la pesada
herencia y la disposición complaciente de una parte de la dirigencia opositora
alcanzaban para que las veloces y regresivas medidas del Gobierno hicieran pie
sin dificultad. Las expectativas se fueron gastando y, en consecuencia los
otros dos frenos a la conflictividad perdieron eficacia. El circuito de
operaciones de inteligencia, abusos judiciales y estigmatización mediática del
kirchnerismo sigue siendo incesante y creciente, pero su eficacia política ha
caído visiblemente. Lo testimonian las encuestas y también la calle. El cuadro
interpretativo que presenta las cosas como el producto de la agitación
kirchnerista actúa en la doble dirección de atacar a esa fuerza política y
darle aire a una respuesta oficial centrada en la represión. Es pura propaganda
y no tiene ningún punto de apoyo en la realidad.
Puede considerarse entonces que entramos en un período de tensiones y
de conflictos. Es muy visible que el Frente Renovador y los sectores internos
del justicialismo que votaron favorablemente leyes vergonzosas como la que
aprobó el acuerdo con los fondos buitre y las que legitimaron decretos
presidenciales que borran de un plumazo, entre otras, la ley de democratización
de los medios de comunicación, se han ido deslizando progresivamente a una actitud
más crítica. El telón de fondo, públicamente disimulado de estas novedades son
las próximas elecciones. Es lógico, en la democracia el sufragio es la manera
principal en la que se expresa la voluntad popular, la que convierte el juicio
sobre las fuerzas políticas en instrumento de redistribución del poder.
Entonces entre quienes conforman la oposición hay cada vez menos dirigentes
dispuestos a aparecer pegados a un gobierno que viene perdiendo apoyos. Pero al
mismo tiempo, para la elección falta mucho todavía. Queda por ver cuáles son
los recursos que puede poner en juego el Gobierno, el efecto social que éstos
puedan alcanzar y los movimientos que puedan producirse en el realineamiento de
las fuerzas políticas. Pero lo fundamental será el clima social y político con
el que lleguemos a las elecciones. Una de las preguntas que naturalmente
circula en estos días es la de si finalmente habrá en octubre próximo una
unidad de la oposición. Y no cabe duda de que el nuevo clima de activación
popular aumenta la demanda de esa unidad. Si de hecho se encuentran en la calle
gentes que vienen teniendo importantes diferencias en los últimos años, ¿por
qué no puede lograrse que esa confluencia se exprese electoralmente? En
principio hay que dar por supuesta la posibilidad de que ese encuentro se
produzca y, enseguida después, observar rigurosamente los obstáculos para que
eso ocurra.
El primer obstáculo es el antikirchnerismo. Para un sector del
justicialismo y del massismo el aislamiento del kirchnerismo tiene más importancia
estratégica que la derrota del macrismo. Hay dos órdenes de cuestiones que
explican esta prioridad: una corresponde a las inevitables querellas internas
entre dirigentes que intentan abrevar en las mismas fuentes electorales. Pero
se agrega otro elemento: algunos de los dirigentes de esos espacios consideran
–lamentablemente en la misma línea que el establishment– que el único orden
posible en la Argentina es un orden que excluya la irrupción de fuerzas
“anormales”. Es decir, que ponga nuevamente en escena los conflictos críticos
que tocan cuestiones de la propiedad y la distribución de los recursos
materiales y simbólicos que, en consecuencia, coloque al país en una tensión
política insoportable. Tienen una idea de orden político exclusivamente asociado
a la ausencia de conflicto. Curiosamente la más grande crisis política de las
últimas décadas, la de fines de 2001, fue la consecuencia de una línea de
acción política que se presentaba como el gran consenso nacional. Un consenso
tan amplio que admitía la sucesión de gobiernos justicialistas y radicales sin
ningún costo de orden político. Pero así y todo, a pesar del derrumbe de esa
experiencia, el proyecto de crear un sistema de partidos “de centro”, es decir
igualmente amigables con el capital concentrado, sigue teniendo fervientes
adhesiones. No es ajena a este hecho la enorme presión que sobre esos
campamentos políticos ejerce el poder económico concentrado y sus maquinarias
propagandísticas: una ruptura de ese pacto consensualista convierte a quien la
produce en un agitador populista y progresivamente, con seguridad, en un
corrupto, un violento o todas esas cosas a la vez. Por supuesto que las
posiciones políticas no son estáticas ni invulnerables a la realidad. Como
estamos viendo en estas horas, la activación popular produce cambios
posicionales. Solemos encontrarnos frecuentemente con la afirmación de que
estos cambios son pura cosmética política, que quienes los producen quieren
“engañar al pueblo”. Estos juicios presuponen la posibilidad de un tipo de
representación política transparente, cristalina y siempre igual a sí misma. Un
tipo de suposición que no soporta la prueba de fuego de la comprobación
histórica. La biografía de cualquier gran hombre de la política –si es
biografía y no hagiografía– está poblada de contradicciones, de vacilaciones,
de negaciones. Porque lo que puede permanecer siempre igual a sí mismo es una
idea petrificada, impotente, inevitablemente condenada a la derrota política.
En cualquier caso, la orientación crítica de quienes apoyaban entusiastas el
ajuste neoliberal es un activo de las fuerzas comprometidas con proyectos
transformadoras y no un problema para ellas.
El campo kirchnerista tiene frente a sí el desafío de recomponerse y
poner también su mirada en consonancia con este nuevo momento. Hay que partir,
claro, de que los cambios de clima –incomparablemente más rápidos que los que
enfrentaron Menem y De la Rúa, aún cuando éste asumió después de varios años de
neoliberalismo– no son comprensibles por fuera de la experiencia política
realizada en los gobiernos kirchneristas. La comparación entre los tiempos
previos al 10 de diciembre y los actuales, que en su momento propusiera
Cristina, alcanza para explicar lo que pasa en las calles. Hay una memoria
sobre la que se proyectan los tiempos actuales; una memoria que no tiene en el
pasado inmediato ni el empobrecimiento, ni el achicamiento de la economía ni el
caos social sino una experiencia de avances importantes aún en el contexto de
problemas que subsistieron. La memoria es para el kirchnerismo un arma a la que
no debería renunciar. Pero hay una memoria crítica que mira hacia el futuro y
una memoria melancólica anclada en el pasado. En el segundo tipo de memoria se
fija una escena muy intensa, asociada al sabotaje permanente y creciente que
los gobiernos de esa etapa sufrieron de parte de los grupos poderosos. Y fijada
la memoria en esa escena, el juicio moral sobre los dirigentes políticos que
formaron parte de uno u otro modo en esa escalada se convierte en un obstáculo
político; cuando la enemistad política queda encerrada en el juicio moral, la
mirada no puede sino anclarse sobre la propia identidad, idealizada y depurada,
claro está, de aspectos críticos y de contradicciones. Se llega así al
sectarismo.
El sectarismo convierte la fe política en la capacidad de un pueblo
para revertir situaciones difíciles y dolorosas como la actual en una obsesión
por el retorno de lo mismo. Es decir no una recuperación política de posiciones
en el terreno de un presente cargado de contradicciones y amenazas, sino el
imposible deseo de que lo que ocurrió no hubiera ocurrido. Esto es un problema
que conspira contra un reconocimiento de las propias oportunidades actuales.
Deja de ver, incluso, que en la reactivación popular de estos días hay un
mérito enorme de la militancia. Es muy difícil comprender los ruidazos y las
grandes movilizaciones obreras y populares sin incluir en su explicación las
plazas del pueblo, la gran convocatoria del 24 de marzo y los episodios
multitudinarios alrededor de la figura de Cristina. Si se arrincona al
sectarismo, se reconoce la existencia de una importante oportunidad y se logra
combinar la firmeza en la defensa de sus propias convicciones con una gran
amplitud y flexibilidad política, el kirchnerismo, lejos de cumplir la profecía
del establishment sobre su inevitable extinción, puede constituirse en un
aporte central al avance popular en esta nueva etapa.
*Publicado en Página12
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