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La corrupción está instalada
como una de las principales preocupaciones ciudadanas. Esa legítima inquietud
social es utilizada por los medios de información hegemónicos para empobrecer
el debate político. El profesor Aldo Ferrer distingue entre corrupción
circunstancial y sistémica. El tratamiento mediático se concentra en la primera
(sobornos y/o negociados puntuales) e ignora la segunda. La corrupción
sistémica “consiste, principalmente, en adoptar decisiones y políticas que
generan rentas privadas espurias, no necesariamente ilegales ni directamente
redituables para quien las adopta, que perjudican el interés público. En el
caso argentino son ejemplos notorios de corrupción sistémica, la imposición de
un tipo de cambio sobrevaluado y la desregulación de los movimientos de
capitales que culminaron en el endeudamiento hasta el límite de la insolvencia,
generaron una masa gigantesca de rentas especulativas y fuga de capitales y
deterioraron el aparato productivo y la situación social”, explica Ferrer.
El tratamiento mediático actual de supuestos hechos de corrupción
logra un doble efecto: 1) debilitamiento de la fuerza gobernante y 2)
modificación del eje central de la discusión política. La divisoria de aguas
entre “honestos” y “ladrones” invisibiliza los diferentes proyectos de país
propuestos por cada fuerza política. La máxima exponente de ese pensamiento es
Elisa Carrió. La dirigente de la Coalición Cívica sostuvo hace tiempo que “no
creo en las ideologías; es más, creo que han sido devastadoras para la
humanidad. Como no tengo pensamiento ideológico creo que hay buena gente en
todos lados, en la izquierda, en la derecha, en el centro”. Así, el debate
político queda subsumido en uno de índole moral. Aunque resulta ocioso
aclararlo, la honestidad dirigencial es un valor fuera de discusión. La
represión de los delitos vinculados con la corrupción debe ser implacable. Sin
embargo, esa cuestión es propia del derecho penal no del debate político.
El “honestismo”, utilizando la expresión del periodista Martín
Caparrós, es una postura falaz por dos cuestiones básicas: 1) en cualquier
fuerza política conviven dirigentes honestos y deshonestos y 2) la gestión de
un partido de izquierda será diferente de uno de derecha, o por lo menos eso se
supone, por más que ambos estén conducidos por “personas de bien”.
Bruno Bimbi sostuvo en El honestismo y los ladrones que “imaginemos a
un funcionario honesto... ¿Alcanzaría su honestidad para hacer del país, la
provincia o la ciudad donde ejerce su función un lugar mejor para vivir? Decir
que sí sería como pensar que basta una buena ortografía para hacer
literatura...el funcionario podría ser un empleado fiel del estatus quo, un
cobarde incapaz de enfrentarse con inteligencia a los poderes fácticos en
beneficio de las mayorías, un conservador oscurantista que ponga en peligro los
derechos y libertades de las minorías, un administrador probo pero ineficiente,
sin condiciones para manejar la economía, un autoritario mesiánico, un fanático
del pensamiento neoliberal que nos abandone a nuestra suerte en la jungla
capitalista y aniquile las defensas del Estado y sus funciones más elementales,
un xenófobo, un racista...O nada de eso pero, simplemente, un tipo que defiende
un proyecto de país con el que no estamos para nada de acuerdo, sin por ello
dejar de ser, en el sentido más estricto del término, honesto”. En esa línea,
el ex titular del INTI Enrique Martínez recordó como “el honestismo nos llevó a
Domingo Cavallo como ministro de Economía propuesto por el Frepaso”.
Lo cierto es que las denuncias de corrupción fueron utilizadas
demasiadas veces en la historia argentina como simples excusas para
deslegitimar a gobiernos populares. La supuesta corrupción gubernamental fue
uno de los principales argumentos utilizados para el derrocamiento del
presidente Hipólito Yrigoyen. La campaña contra Yrigoyen recibió el entusiasta
apoyo de los diarios La Nación y Crítica. Ese tipo de denuncias se
multiplicarían durante los dos primeros gobiernos de Perón. La participación de
Juan Duarte en el caso del mercado negro de la carne fue uno de los casos más
resonantes. El golpe de Estado de la autodenominada “Revolución Libertadora” fue
justificado debido a “la corrupción imperante en las esferas oficiales”. Más
acá en el tiempo, el gobierno de Raúl Alfonsín sufrió distintas acusaciones
(los pollos de Mazzorín, manejos de la Aduana, otorgamiento de préstamos a
funcionarios en el Banco Hipotecario Nacional, manejos clientelares de las
cajas del Plan Alimentario Nacional). En conclusión, el debate acerca de la
corrupción es muy necesario pero debe transitar por carriles adecuados. “Es
preciso ubicar la lucha contra la corrupción en el marco de estrategias de
desarrollo que movilicen el potencial del país, defiendan los intereses
nacionales y promuevan la equidad y el bienestar”, concluye Aldo Ferrer.
*Publicado en Página12
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