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Cuando hace unas semanas el juez de Nueva York, Thomas Griesa,
dictaminó que la Argentina debía pagar todo y ahora a los fondos buitres, un
relato de cómo funciona el mundo terminó de volverse papel mojado. Hasta antes
del fallo, la derecha argentina seguía practicando la vieja costumbre de creer
que existía un mundo de reglas claras y eficientes, donde la “racionalidad”
prevalecía sobre los comportamientos emocionales, donde la “previsibilidad”
permitía a los agentes económicos planificar inversiones de largo plazo. Esos
países, encabezados por Estados Unidos, eran el ejemplo a seguir para el
nuestro, donde lamentablemente sucedía todo lo contrario: las reglas cambiaban
todo el tiempo, la racionalidad perdía frente a las políticas populistas
irresponsables, el “clima de negocios” era atacado por la intromisión del
Estado. Dicotomías de trazo grueso, pero claras.
Incluso durante estos años donde las “recetas caseras” del kirchnerismo permitieron un indudable crecimiento de la economía argentina y una evolución favorable de todos los indicadores sociales, esa imagen de un mundo exterior “normal” seguía incólume en el relato conservador vernáculo, casi como un horizonte utópico al que alguna vez nuestro país llegaría para, ahí sí, realizar su grandeza siempre postergada.
Esa concepción del mundo tenía una geografía estrecha y, peor aún, adolecía de vejez conceptual: ninguna economía emergente era parte de ese conjunto, a pesar de que hoy ya representa el 39% del PBI global, y el 50% de las exportaciones. No se trata de algunos aliados sueltos ni siquiera de una estructura política “tercermundista” como sucedió en el siglo XX: la reunión de los Brics del mes pasado en Brasil parece estar moldeando un proceso de globalización alternativo. Pero nada de esto entraba en el radar de las elites locales.
Sin embargo apareció Griesa, y aquel relato sobre el mundo quedó desprovisto de su arma más potente que lo hacía sobrevivir: dejó de ser creíble. La decisión de un juez de poner delante de los intereses del 92% de los tenedores de bonos argentinos a sólo un 1% que los compró a precio de remate, mostró sin medias tintas que esas “reglas” del mundo que desvivían a los gurúes locales sólo existen en su imaginación de pequeña aldea.
Basta con leer algunas columnas que aparecieron recientemente en La Nación, histórico sostén de la tesis de un mundo “normal” y una Argentina “irresponsable”: por ejemplo, el 5 de agosto pasado, Andrés Oppenheimer escribió “Un fallo peligroso para la economía mundial”, donde hace suyo el principal argumento del gobierno argentino, cuando dice que “cualquier país debería poder negociar sus deudas con la mayoría de sus acreedores privados, sin ser rehén de un pequeño grupo. Hay que encontrar un nuevo sistema legal para regir las deudas de los gobiernos con inversores privados. En eso, la Argentina tiene razón.”
Una conclusión sobria, que por su misma contundencia argumental parece haber provocado en el columnista la necesidad a escribir unos párrafos iniciales ideológicamente alevosos: “Detesto tener que coincidir con el gobierno argentino, una banda de seudoprogresistas corruptos que ha arruinado al país…” Pero de poco sirven los insultos si al final se adopta la mirada de quien decimos aborrecer.
Pero tampoco se trata de un aprendizaje propio, aunque tardío y a regañadientes. Todo parece indicar que este cambio local obedece a ciertas opiniones de mucho peso que se hicieron sentir en los centros de poder mundial.
Si Joseph Stiglitz es demasiado progresista y heterodoxo, a pesar de ser una de las voces autorizadas en el New York Times, se podría nombrar a Nouriel Roubini, economista-gurú que predijo la crisis de las hipotecas de 2008, más ligado a las concepciones clásicas. Hace dos años, invitado por un foro empresarial argentino, criticó al gobierno nacional porque “se orienta a construir un capitalismo de Estado”. Sin embargo, hace poco escribió que “la decisión de la Corte Suprema [de Estados Unidos] es peligrosa”. Y remató: “No debe permitirse que los holdouts bloqueen las reestructuraciones ordenadas que benefician a deudores y acreedores.”
Stiglitz y Roubini, junto a un centenar de colegas, encabezados por el premio Nobel Robert Solow, escribieron una carta al Congreso de los Estados Unidos, advirtiendo los peligros que tenía para futuras deudas soberanas el fallo de Griesa. El contenido, donde se acusa directamente al tribunal de crear un “daño económico innecesario al sistema financiero internacional” es tan importante como el destino de la misiva: parece ser que entre los más altos economistas norteamericanos no hace pie la ingenua mirada de que en Estados Unidos los poderes son “independientes”. Por el contrario, la carta muestra que existe una cadena de decisiones políticas gubernamentales que podría, sin mayores inconvenientes deshacer el enjambre jurídico creado por Griesa.
Sin embargo, no se trata de que el mundo se haya vuelto sensible con la Argentina, ni que haya existido un mea culpa internacional en favor de los países periféricos. Ocurre, sencillamente, que estos economistas, al menos desde la crisis internacional de 2008, han tenido que revisar algunos de los fundamentos de la rígidas políticas económicas neoliberales, en función del desastre financiero y luego económico en general, que se desató como consecuencia de la desregulación extrema del sistema de los años 90.
Pero ocurre que esa enseñanza no quiso ser vista ni oída por las elites intelectuales locales. La razón fue exclusivamente política: las causas más evidentes de crisis de 2008 (desregulación bancaria, monetarismo extremo, etc), contrastaban con las políticas internas que se llevaron adelante desde el 2003. Durante estos seis años, el establishment intelectual tuvo que cerrar los ojos a lo que pasaba afuera para poder mantener su discurso interno anti kirchnerista.
Se recorrió entonces un camino de “provincianización” intelectual: la información de lo que pasaba afuera fue puesta en sordina, mal explicada, desvinculada con nuestro país. Se intentó cortar cualquier relación de los problemas económicos coyunturales que atravesó Argentina durante 2008 y 2009, intentando mostrarlos como “errores” de política doméstica y no como cimbronazos inmediatos de la crisis internacional. Consecuentemente, se evitó discutir lo que se decía a gritos en los medios, universidades y foros políticos europeos y norteamericanos: la crisis de 2008 abrió un debate general sobre la política económica, la independencia del sistema financiero del poder político, la participación del Estado como motor de crecimiento, etc. Pero en medio de ese proceso de “provincialización” de las elites locales, eso olía a kirchnerismo y fue ignorado.
Ahora, esa falencia para comprender los cambios que estaban ocurriendo en el mundo termina de estallar cuando el fallo de Griesa (una especie de rémora judicial que combina formas imperialistas decimonónicas con una preferencia por los intereses financieros propia de la vieja era desregulada) no sólo es criticado por el gobierno argentino, sino por baluartes intelectuales que esa intelligentsia argentina consideraba propios.
Incluso durante estos años donde las “recetas caseras” del kirchnerismo permitieron un indudable crecimiento de la economía argentina y una evolución favorable de todos los indicadores sociales, esa imagen de un mundo exterior “normal” seguía incólume en el relato conservador vernáculo, casi como un horizonte utópico al que alguna vez nuestro país llegaría para, ahí sí, realizar su grandeza siempre postergada.
Esa concepción del mundo tenía una geografía estrecha y, peor aún, adolecía de vejez conceptual: ninguna economía emergente era parte de ese conjunto, a pesar de que hoy ya representa el 39% del PBI global, y el 50% de las exportaciones. No se trata de algunos aliados sueltos ni siquiera de una estructura política “tercermundista” como sucedió en el siglo XX: la reunión de los Brics del mes pasado en Brasil parece estar moldeando un proceso de globalización alternativo. Pero nada de esto entraba en el radar de las elites locales.
Sin embargo apareció Griesa, y aquel relato sobre el mundo quedó desprovisto de su arma más potente que lo hacía sobrevivir: dejó de ser creíble. La decisión de un juez de poner delante de los intereses del 92% de los tenedores de bonos argentinos a sólo un 1% que los compró a precio de remate, mostró sin medias tintas que esas “reglas” del mundo que desvivían a los gurúes locales sólo existen en su imaginación de pequeña aldea.
Basta con leer algunas columnas que aparecieron recientemente en La Nación, histórico sostén de la tesis de un mundo “normal” y una Argentina “irresponsable”: por ejemplo, el 5 de agosto pasado, Andrés Oppenheimer escribió “Un fallo peligroso para la economía mundial”, donde hace suyo el principal argumento del gobierno argentino, cuando dice que “cualquier país debería poder negociar sus deudas con la mayoría de sus acreedores privados, sin ser rehén de un pequeño grupo. Hay que encontrar un nuevo sistema legal para regir las deudas de los gobiernos con inversores privados. En eso, la Argentina tiene razón.”
Una conclusión sobria, que por su misma contundencia argumental parece haber provocado en el columnista la necesidad a escribir unos párrafos iniciales ideológicamente alevosos: “Detesto tener que coincidir con el gobierno argentino, una banda de seudoprogresistas corruptos que ha arruinado al país…” Pero de poco sirven los insultos si al final se adopta la mirada de quien decimos aborrecer.
Pero tampoco se trata de un aprendizaje propio, aunque tardío y a regañadientes. Todo parece indicar que este cambio local obedece a ciertas opiniones de mucho peso que se hicieron sentir en los centros de poder mundial.
Si Joseph Stiglitz es demasiado progresista y heterodoxo, a pesar de ser una de las voces autorizadas en el New York Times, se podría nombrar a Nouriel Roubini, economista-gurú que predijo la crisis de las hipotecas de 2008, más ligado a las concepciones clásicas. Hace dos años, invitado por un foro empresarial argentino, criticó al gobierno nacional porque “se orienta a construir un capitalismo de Estado”. Sin embargo, hace poco escribió que “la decisión de la Corte Suprema [de Estados Unidos] es peligrosa”. Y remató: “No debe permitirse que los holdouts bloqueen las reestructuraciones ordenadas que benefician a deudores y acreedores.”
Stiglitz y Roubini, junto a un centenar de colegas, encabezados por el premio Nobel Robert Solow, escribieron una carta al Congreso de los Estados Unidos, advirtiendo los peligros que tenía para futuras deudas soberanas el fallo de Griesa. El contenido, donde se acusa directamente al tribunal de crear un “daño económico innecesario al sistema financiero internacional” es tan importante como el destino de la misiva: parece ser que entre los más altos economistas norteamericanos no hace pie la ingenua mirada de que en Estados Unidos los poderes son “independientes”. Por el contrario, la carta muestra que existe una cadena de decisiones políticas gubernamentales que podría, sin mayores inconvenientes deshacer el enjambre jurídico creado por Griesa.
Sin embargo, no se trata de que el mundo se haya vuelto sensible con la Argentina, ni que haya existido un mea culpa internacional en favor de los países periféricos. Ocurre, sencillamente, que estos economistas, al menos desde la crisis internacional de 2008, han tenido que revisar algunos de los fundamentos de la rígidas políticas económicas neoliberales, en función del desastre financiero y luego económico en general, que se desató como consecuencia de la desregulación extrema del sistema de los años 90.
Pero ocurre que esa enseñanza no quiso ser vista ni oída por las elites intelectuales locales. La razón fue exclusivamente política: las causas más evidentes de crisis de 2008 (desregulación bancaria, monetarismo extremo, etc), contrastaban con las políticas internas que se llevaron adelante desde el 2003. Durante estos seis años, el establishment intelectual tuvo que cerrar los ojos a lo que pasaba afuera para poder mantener su discurso interno anti kirchnerista.
Se recorrió entonces un camino de “provincianización” intelectual: la información de lo que pasaba afuera fue puesta en sordina, mal explicada, desvinculada con nuestro país. Se intentó cortar cualquier relación de los problemas económicos coyunturales que atravesó Argentina durante 2008 y 2009, intentando mostrarlos como “errores” de política doméstica y no como cimbronazos inmediatos de la crisis internacional. Consecuentemente, se evitó discutir lo que se decía a gritos en los medios, universidades y foros políticos europeos y norteamericanos: la crisis de 2008 abrió un debate general sobre la política económica, la independencia del sistema financiero del poder político, la participación del Estado como motor de crecimiento, etc. Pero en medio de ese proceso de “provincialización” de las elites locales, eso olía a kirchnerismo y fue ignorado.
Ahora, esa falencia para comprender los cambios que estaban ocurriendo en el mundo termina de estallar cuando el fallo de Griesa (una especie de rémora judicial que combina formas imperialistas decimonónicas con una preferencia por los intereses financieros propia de la vieja era desregulada) no sólo es criticado por el gobierno argentino, sino por baluartes intelectuales que esa intelligentsia argentina consideraba propios.
*Publicado en Telam
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