Desde Bonn, Alemania
Sí, aquí la nieve. Navidades blancas nos esperan. Bueno, no tan
blancas, los nubarrones acechan. Pero, esperanzas, siempre. Deseos,
nunca el pesimismo. Pero la realidad... Europa... la civilización
europea. En medio de la interminable, infinita discusión, Europa,
aquella que salió en sus mares, en carabelas, a “enseñar su cultura” y
se llenó de ira, plata y esclavitud para deshacerse a sí misma en
guerras, en horcas y trincheras. A pesar de los filósofos y su búsqueda
de la “paz eterna” y de su religión que nos enseñaba la “bondad”. Sí, la
bondad de los pobres hacia los ricos.
Gente sin trabajo. La peor de las epidemias. Pero en los barrios
bien no han disminuido las compras. Los artículos de lujo siguen
sonriéndonos desde las páginas de las revistas situacionistas y de la
televisión privada. Y en las escuelas y las plazas, menos niños. Y los
pocos que hay están ante la pantalla. La Alemania del ’45 se convirtió
en un país capitalista modelo que dicta recetas. La Unión Soviética en
la Rusia de Putin, un maestro en meter la mula hasta en las elecciones
mientras en Asia y en Africa se destrozan a palos y con bombardeos
estratégicos. Anoche la televisión alemana inundó con lágrimas
patrióticas la visita de su ministro de Defensa a Afganistán, donde fue a
rendir homenaje a los soldados alemanes caídos durante la ocupación de
ese país asiático. Decenas de jóvenes muertos por el ansia occidental y
cristiana de demostrar que la única fórmula de vida es la que trata de
enseñarnos Occidente desde el tiempo de los romanos. La crueldad de
enviar jóvenes uniformados a países desconocidos a hacer cumplir las
reglas de Occidente que dicta Estados Unidos. Jóvenes uniformados
muertos en todas las latitudes desde siempre. Para ser todos
occidentales y cristianos.
La crisis económica que inunda los comentarios de todas las
publicaciones. Las distintas fórmulas capitalistas para salir de la
crisis que dentro de diez años nos llevarán a otra crisis. En un planeta
cada vez más raquítico.
Los diarios alemanes traen en primera página un informe del
gobierno: “Uno de cada siete alemanes está amenazado de caer en el nivel
de pobreza”. Y es el país más seguro de Europa.
¿Seguimos esta descripción o paramos aquí y comenzamos a sembrar
optimismo ya que estamos en las fiestas y a hablar de sonrisas y
esperanzas? Sí, podríamos parar aquí con esta actualidad de desocupación
y miedos de futuros de miserias, corridas y vidrieras rotas y visitar
colegios con sus coros infantiles navideños o fiestas de ancianos que se
reúnen para obtener fondos y ayudar a los niños huérfanos africanos. O
felicitar a un núcleo de artistas plásticos que ofrecerán sus obras en
beneficio de los vagabundos en las ferias de Navidad junto a bombones,
tortas navideñas y luces de colores. Y sonreír y pensar con optimismo:
el ser humano es invencible, nunca se da por derrotado. Pese a Putin, el
presidente Obama, Berlusconi y Bin Laden.
Las campanas de las iglesias siguen tocando en vano. Que sigan
tocando, por lo menos incitan a recordar, a levantar en vuelo a las
aves, a meterse entre el ruido de los motores.
Sí, piso la nieve de esta aldea alemana con siglos de historia. Está
como si nada hubiera ocurrido en el mundo. Su bosque blanco de nieve,
sus techos resplandecientes de blancos puros. Y las luces de sus
ventanas. Todo en orden por esas calles por las que cada veinticinco
años desfilaba una generación de jóvenes uniformados a marchar “al
frente”, contra el “enemigo”. Resuelvo no pensar más en la historia,
sino sumergirme en la poesía y luego matizarla con música, sí, Schubert y
Schumann. Luego, con un buen vino del Rin, ensayar algunas danzas con
mi mujer. Todo un poco clásico. Justo me tocan el timbre, el correo: un
libro sobre las villas miseria argentinas de un escritor amigo. Y ahora
me golpean la puerta: dos damas bien vestidas que hacen una colecta para
agrandar el hogar de vagabundos de la zona cuyo número ha aumentado con
la crisis. “Vamos a tener un invierno muy crudo”, me dice una de las
damas con acento maternal y mirada severa, “esa gente ya no puede dormir
en la calle”. Las invito a pasar porque entra mucho frío por la puerta
abierta, pero no aceptan porque me dicen que les queda mucha tarea
todavía. La única respuesta sólo puede ser la mano que va al bolsillo.
Anotación y firma. Todo correcto.
Me siento. No me queda otra cosa que cavilar. Empleo esa palabra
porque me parece sabia. Cavilar, pensar, meditar, soñar... pienso, pero
casi grito: ¡actuar! Y me asomo por la ventana para seguir la marcha de
esas dos mujeres que pese al frío salen a la calle a pedir por
vagabundos de los cuales no conocen ni el nombre.
El cartero, junto al libro, me ha entregado una revista argentina
que recuerda el 2001 aquel. No puedo dejar de recordar las asambleas
barriales. ¡Qué momento inolvidable! Los soñadores vinos todo un futuro:
esas viejitas hablando por primera vez en esa masa que se juntaba por
necesidad de soluciones. Esos jubilados que ya no hablaban de sus
jubilaciones sino de chicos con hambre y que no había que conformarse
solamente con hablar, esos jóvenes que pensaban armar colectivos para
construir casas... qué imágenes. La repentización de las masas. Sonrío.
Sí, hay algo también en el ser humano, hay algo que nos puede llevar a
lo racional, lo moral, el hallazgo definitivo de la no violencia en la
sociedad. A la ética de la mano abierta y no la de los “countries”.
Me miro con mi mujer, nos hacemos un guiño, ella vuelve a poner
música de Schubert y yo levanto las manos para iniciar una danza de esas
clásicas, con reverencias, pero también ensayando abrazos.
*Publicado en Página12
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