Las
calles de Europa y Estados Unidos arden. Hace diez años también ardían
acá. Las improntas son diferentes. Europa siente un ligero aroma al “que
se vayan todos” típicamente antipolítico que hiciera mecha en las
calles de Buenos Aires. El helicóptero está pronto a partir desde los
techos de Bruselas. En Estados Unidos, en cambio, quienes ocupan Wall
Street despliegan un abanico político cuyo germen y organización se
desprende –no sin una cuota de decepción– de la campaña que llevó a
Barack Obama a la presidencia en 2008. De este lado del océano, más que
de aquel, se está construyendo esa cosa llamada populismo.
Argentina tiene su propia tradición de miradas administrativistas,
desde la Paz y Administración de Julio A. Roca o la publicidad oficial
de la última dictadura militar –“Ganamos la paz”– hasta el paquete
discursivo honestista que llevó a Fernando de la Rúa a la presidencia.
La administración de las cosas no siempre terminó bien por estos lares.
No hace falta haber leído las obras completas de Ernesto Laclau
(aunque mejor si se las lee, también si se mira su programa de
entrevistas en Encuentro) para sospechar de la estigmatización del
populismo como concepto político. En el populismo, afirma Laclau, está
la esencia de lo político, la posibilidad de construir en un imaginario y
un destino colectivo, de abajo hacia arriba. El horizonte de las
expectativas compartidas por un pueblo.
Para Laclau, claro, esa construcción no es un lecho de rosas ni está
libre de espinas. El populismo debe marcar una diferencia con el
afuera, que adquiere un nombre según la ocasión: oligarquía, genocidas,
grupos monopólicos, imperio. Ese brío transformador hace del momento
populista un tiempo de confrontación y de rompimiento con el statu quo
conservador –fuerza sine qua non para concebir la transformación de lo
real–.
En esa instancia, el populismo es discursivo. Y aunque el discurso
es material, no está de más pensar que el discurso haría bien en
encontrar materialidad más allá de las palabras. En otro tiempo se
llamaba credibilidad. Un discurso populista no garantiza la construcción
de una sociedad más justa y equitativa, pero es su arma necesaria.
¿Qué más hace falta entonces?
Oponer populismo a administración es resaca del momento neoliberal.
Allí administraban los administradores y el resto tenía –si los dejaban–
la licencia de gritar consignas por las calles. Es Europa hoy: los
pueblos protestan, liquidan a sus políticos y los tecnócratas avanzan.
El caso de Obama es también singular en la incapacidad de traducir el
discurso populista de su campaña a la gestión de gobierno. “Yo no soy
neutral”, dijo Cristina Fernández de Kirchner cuando cerró su campaña
hacia la reelección. Lo dijo como candidata pero, por sobre todas las
cosas, como jefa de Estado. Néstor Kirchner había dicho en su propia
asunción que su misión era la de “reconstruir nuestra propia identidad
como pueblo”.
La efervescencia política que ha vivido Argentina en los últimos
años –del conflicto del campo en adelante y sobre todo a partir de la
muerte de Néstor Kirchner– ha sido propicia para la consolidación del
populismo discursivo en el mejor sentido del concepto. Los límites de lo
pensable se corrieron y se cristalizaron en debates públicos y
políticas concretas: medios, matrimonio igualitario, reforma política,
integración política regional, y pronto (quizás) despenalización del
aborto. El desafío del populismo en una etapa superadora es abrazar a la
administración, sacarla de su pretendida neutralidad y orientar sus
políticas de Estado –lo más concreto de lo real– en el sentido de la
construcción discursiva de inclusión y ampliación de derechos. Si ha de
ser una herramienta transformadora, el populismo también merece ser
administrado.
* Licenciados en Comunicación. Miembros del Departamento de Comunicación de la Sociedad Internacional para el Desarrollo
Publicado en Página12
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