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Tirada junto a la puerta de una iglesia, una mujer amamanta
a su bebé. Ropas raídas, bolsos repletos de sobras, un tarrito que guarda las
pocas monedas de los transeúntes dadivosos, la mirada perdida en un pasado que
la agobia, un presente que la enferma y un futuro que no puede percibir.
Casi pisándola, pasan junto a ella personas apuradas que hacen
como que no la ven. Algunas entran al templo, rezan por ellas mismas y salen
sin advertirla. Otras le lanzan miradas de molestia por tener que compartir el
espacio con una andrajosa que les arruina el paisaje urbano. No faltan quienes
la enjuiciarán indefectiblemente como vaga e inútil o la considerarán parte de
una organización cuasi mafiosa.
Algún solidario le alcanzará algo para comer, pero a ella ya
no le quedan gestos de agradecimientos, perdidos tras la oscuridad de una existencia
que no es tal, de un tiempo que se diluye como su leche en la boca del hijo, su
única razón de vida.
Nadie sabrá donde va cuando llega la noche, pero al día
siguiente allí estará otra vez, en la porfiada búsqueda de una subsistencia
desesperanzada. Nadie se enterará de sus enfermedades, que curará sin médicos,
ni tomografías, ni obras sociales. Nadie se interesará por su historia de abandonos
eternos, de escuelas casi inexistentes, de padres sin rostros, de provincias
lejanas. Nadie podrá saber de sus sueños infantiles, de su adolescencia
perdida, de su juventud sin destino.
Parece casi una piedra más en el muro de un edificio
destinado a adorar a un Dios custodiado por un cancerbero de sotana, donde solo
parecen ser escuchadas las refinadas señoras de los barrios elegantes, que
suelen lavar sus egos con colectas por pobres que no conocen y carencias que
jamás entenderán. Saldrán purificadas y absueltas de sus desprecios permanentes,
por un cura que ni conoce el evangelio que pretende difundir.
Muy lejos de allí, estarán los culpables de tanta miseria,
elucubrando planes y leyes que solo servirán para generar más mendigos. Jueces
nacidos en cunas de oro se encargarán de perseguir indigentes y apañar a ladrones
de guantes blancos. Supremos engreídos liberarán a los fabricantes de la muerte
y encerrarán ladronzuelos de comida.
La mendiga sigue en el umbral del templo. O tal vez sea
otra. Todas parecen iguales, porque todas sufren lo mismo. Sus hijos también
parecen iguales, siempre con el hambre a flor de piel. Tal vez por eso mismo, sean
la única esperanza que nos quede, la sangre nueva que cambie todo, capaz de
construir un Mundo distinto que pueda celebrar, por fin, el retorno definitivo de
la justicia social que se robó el Poder.
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