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La indiferencia es hija del desprecio y madre del abandono.
Se manifiesta a cada paso, en cualquier
momento, en todos los ámbitos. Abarca al Mundo entero y deviene de toda
la historia social del ser humano. Atraviesa todas las edades y clases sociales
y forma parte, a veces, de la idiosincrasia de todo un Pueblo.
Hay quienes son indiferentes y gozan con ello, con un grado
de perversión que los transforma en exponentes claros de las peores miserias
humanas. Están aquellos cuyas actitudes de indiferencia se manifiestan casi
como parte de sus personalidades egocéntricas, abstraídas en un individualismo
acérrimo del que parecen no poder escapar.
Del otro lado de los indiferentes, están los que sufren sus
consecuencias. Son los sujetos que soportan sobre ellos sensaciones de
abatimiento, escarnio, menosprecio y segregación, que terminan traduciéndose en
un sentimiento de abandono por parte de la sociedad de la que, a pesar de todo,
se sienten parte.
Sin importar el nivel cultural al que hayan accedido, los
indiferentes les harán sentir a los demás la inutilidad de sus presencias en
este Mundo. Estos indolentes personajes siempre se arrogarán saberes y poderes
que exhibirán como manifestaciones de superioridades inexistentes, porque los
indiferentes son, indispensablemente, soberbios.
La política atraviesa todas las manifestaciones humanas. Y
ahí encontramos los principales exponentes de estos sentimientos despreciables,
blandiendo con particular fervor esta arma antisocial, sumiendo a miles o
millones de personas en esos menoscabos segregacionistas, como parte de una
construcción de poder personal y de clase, que les hará posible un dominio
extendido para satisfacción de sus pedantes mentalidades.
Aún en los más básicos sitios de militancia política y
social pueden encontrarse indiferentes. Incluso asumiendo discursos plenos de
llamados a la unidad y la solidaridad, dejan caer, cada tanto, esas máscaras de
falsa impostación fraternal, para hacerles notar a sus interlocutores que, no solo
no los consideran sus iguales, sino que no les importan nada.
Construir una sociedad solidaria demandará sujetos con verdadero
interés en los otros, con pasión por lo colectivo, con entusiasmo por
compartir, con admiración hacia las capacidades ajenas y desprendimiento de las
vanidades propias. Y necesitará, indispensablemente, alejar de la conducción de
tales procesos virtuosos, a los necios y arrogantes dueños de la maldita indiferencia.
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