Imagen de Rosario al Día |
Era una verdadera locura. Millones de personas comían cada
vez más en nuestro País. Con total desparpajo, los niños tomaban cada vez más
leche y yogures. En los recreos escolares, hasta se atrevían a comer lujosos
sándwiches ¡con jamón! Vergonzoso. Peor todavía, en los comedores escolares hasta
les hacían enormes bifes o milanesas.
La orgía alimenticia continuaba en sus propios domicilios, que
sus madres abastecían con cada vez mayor cantidad de provisiones, alentadas por
los padres que las acompañaban, en sus nuevos autos, a los supermercados
abarrotados de gente.
No solo era cuestión de comer, por lo que también la
renovación del vestuario y el calzado, era permanente. Tampoco se negaban
algunos viajecitos los fines de semana largos y, mucho menos, las vacaciones
anuales a lugares impensados en otros tiempos. Centenares de miles de familias
se movían, impunemente, de uno a otro lado del País y más allá de las
fronteras. Hasta el descaro de comer en restaurantes se había hecho habitual, y
los cines y teatros formaban parte de una inmoral rutina.
Algo había que hacer. Eso no podía continuar, si queríamos
salvar la República. Era una fiesta lujuriosa de millones de engreídos
consumidores de alimentos y servicios, alentados por una economía que les
otorgaba, injustamente, cada vez mayores beneficios. ¡Si hasta los jubilados
recibían medicamentos gratis, en el colmo de la avaricia de esos angurrientos ancianos!
Ante todo esto, nobles ciudadanos con tradición y prosapia
patriótica (o no tanto), se vieron obligados a encarar un proceso de
encauzamiento de nuestra sociedad, mediante las herramientas que tuvieron a su
alcance: pequeños medios de comunicación televisiva con 300 repetidoras,
periodistas de notable cultura dineraria
y jueces poco afectos a las leyes, pero todos con la clara y valiente tarea de
revertir la fiesta orquestada por un Gobierno injustamente elegido por apenas
el 54 % de los votos.
El plan resultó eficaz y la fiesta desbocada de la gente
común terminó, cuando se dieron cuenta de lo malo que es comer, vestirse y
viajar. Entonces notaron la necesidad de brindarse con ahínco para que sus
patrones ganen cada vez más, llenar sus copas y resignarse a esperar el
derrame. Fue cuando un falso bailarín de cumbias se subió al balcón de la Casa
Rosada para avisarnos, en su media lengua, que el festín populista había
terminado. Y que había comenzado otra fiesta, la de ellos, de la que nos
alejarían a fuerza de desempleo, pobreza, desesperanza… y garrotazos.
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