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Por Roberto Marra
Honestidad. Esa es la palabra preferida por funcionarios,
periodistas u opinadores fáciles, pero bien pagos, que pululan por los canales de televisión. Con
caras de “yo no fui”, con modales de estadistas impertérritos, con amnesias
sobre sus propios pasados, nos advertirán la importancia de esa virtud humana,
que elevarán al grado de sagrada promesa para sus actuales o próximos mandatos.
Interrogarán con vehemencia a sus opositores ideológicos sobre sus respectivas
honestidades, dejando siempre la brutal duda sobre ellas. Habrán de generar
sospechas permanentes para que la meneada “opinión pública” termine por
despreciar hasta el olor a la política.
Tratando, tal vez, de no enlodarse en el barro escupido por
tantos “honestistas” mediáticos, algunos de los hasta hoy verdaderos honestos,
terminan imitando a los descomedidos panelistas de media tarde, golpeándose el
pecho para manifestar con fuerza sus virtudes en duda. El tiro saldrá siempre
por la culata, eliminando la credibilidad que sus antecedentes exponen, al
enfrentarse con sus enemigos en el ámbito que ellos mejor conocen: la intriga y
la hipocresía.
Otros no imitarán, sino que, simplemente, se sacarán las
máscaras que les sirvieron para llegar al reconocimiento público, al lado de
personas de valía y honestidad indestructibles. Habrán puesto sobre la mesa de
la indignidad toda su prosapia de canallescas simulaciones. Serán ahora
“renovados” honestos, luego de mancillar con denostaciones de distinto calibre
a sus protectores de antaño.
Habrá que admitir que la honestidad no reditúa. Es ese tipo
de virtudes que demandan el enorme esfuerzo de atravesar la vida sin máculas de
extravíos morales, sin pérdida de la memoria autocrítica, sin arriar las
banderas que dieron origen a sus posiciones ideológicas. Todas fórmulas de
difícil acatamiento en medio de tanta furia individualista, de tanta negación
de la realidad y exaltación de las apariencias engañosas, de impactantes
resultados monetarios.
Sin embargo, es la utopía mejor. Es la que abre el camino a
las otras, las que siempre demandan personas honestas para ser posibles. Es
imposible no desearla, para lo cual hay que serlo. Se necesita, además, de la
voluntad colectiva para construir líderes que la honren. Y cuando se los
encuentra, se necesitará mayor fuerza todavía para resguardarlos de los
deshonestos fabricantes de odios, hechos con falacias que no son otra cosa que
el espejo de sus propias inmoralidades.
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