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Seguro que todos recordamos aquellos desfiles a los que nos
llevaban las escuelas. La Bandera, el 9 de julio, el día de San Martín, eran propicios
para demostraciones castrenses a las que íbamos felices, para ver esas
perfectas formaciones acompañadas por las marchas que nos habían enseñado ya en
las clases de música. Lejos estábamos de entender que oprobioso pasado
arrastraban esas fuerzas armadas, representada allí por conscriptos apenas un
poco mayores que nosotros.
Nos contagiaban esa especie de felicidad patriótica que
parecía surgir de los símbolos consagrados por la historia, alabando a esos
próceres de bronce que nos contaban en las aulas. No sabíamos, todavía, que durante
el resto del año, esas mismas fuerzas desataban sus furias contra trabajadores
y estudiantes universitarios, única forma que comprendían para conservar sus
poderes y sostener a los poderosos de verdad que los tenían como su guardia
pretoriana.
El tiempo nos alcanzó, y la realidad nos llevó por delante, arrasando las ilusiones de supuesto patriotismo insuflado por aquellos pasos marciales y las bandas de a caballo. Descubrimos que no eran, entonces, lo que nos habían contado. No eran los defensores sanmartinianos de una Patria a la que sus jefes ni tenían en cuenta, a la hora de decidir sus brutales acciones antipopulares.
El tiempo nos alcanzó, y la realidad nos llevó por delante, arrasando las ilusiones de supuesto patriotismo insuflado por aquellos pasos marciales y las bandas de a caballo. Descubrimos que no eran, entonces, lo que nos habían contado. No eran los defensores sanmartinianos de una Patria a la que sus jefes ni tenían en cuenta, a la hora de decidir sus brutales acciones antipopulares.
Pasaron años terribles donde esos ejércitos, admirados
cuando niños, se transformaron en una fuerza de ocupación nacional, donde los
enemigos éramos todos los argentinos, y el objetivo único la vana gloria de
sentirse superiores por el poderío de sus armas. Supimos, mucho después, de las
perversiones más atroces contra cualquiera que se atreviera a rebelarse contra
tanta injusticia.
Sus amos, los poderosos de siempre, los mandamases
acostumbrados a obtenerlo todo a fuerza de sangre y sudor ajeno, han vuelto ahora
a gobernar, esta vez sin necesitar fuerzas armadas que los respalden. Solo fue preciso
otro ejército, esta vez de papel y pantallas, igualmente útil para terminar
arrastrando a millones al barro de la miseria y poner freno al desarrollo
soberano.
Repitiendo tiempos ya vividos, solo con algunos nuevos
personajes, transmutaron sus vacías promesas de prosperidad, por realidades de hambre
y pobreza, todo por el simple placer de elevar sus fortunas. A los soñadores
niños que fuimos y los sufridos adultos que somos, nos dejan solo la desdicha
de ver desfilar a los herederos de las dictaduras, con el humillante fondo
musical de una banda importada.
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