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Por
Roberto Marra
Trece
años. Un número. Una noticia policial más. Un “enfrentamiento”,
dirán los falsos periodistas de ocasión. Nada más que unos
renglones de periódicos donde el dinero verde siempre es más
importante que la vida. Un breve comentario de algún “compungido”
conductor televisivo. Con caras serias, tratando de expresar lo que
no sienten, algunos funcionarios saldrán del freezer de la
conveniencia donde congelan sus pasiones humanas, encenderán el
motor de la mentira y señalarán responsabilidades en sus enemigos
ideológicos. El pasado, que sobrevuela constantemente sus palabras
aparecerá como culpable, aprovechando la muerte adolescente para
repetir sus odios de clase.
Se
aleccionarán entre sí los vecinos defensores de sus miserables
propiedades. Apoyarán sin dudarlo al “valiente” autor de los
disparos. Hablarán desde sus blancuras contra los “indios” a los
que sus antepasados también mataban con igual saña y desprecio
racial. Serán secretamente palmeados en la espalda por algún
comisario de piel oscura como el muerto de ocasión, interpretando el
acto final de este drama sin aplausos, donde la adolescencia jóven
nunca vale nada más que un puñado de billetes.
Reaparecen
gobernantes hasta ahora escondidos bajo las sábanas calientes del
Poder, después de largos meses callados ante el camino endeudador de
generaciones que domina nuestras existencias. Con poses de oposición
“seria”, y discursos vacíos de sentimientos reales, alentarán
las investigaciones “hasta las últimas consecuencias”,
procacidad verbal que esconde la impunidad segura de autores y
cómplices, con jueces peores que actúan en consonancia con los
únicos intereses que les importan, los de los dueños de las tierras
y las finanzas.
Transcurren
tiempos difíciles para la sociedad argentina. Se opacan las salidas,
se enturbian las calles con gases y metrallas. Se apuran los ladrones
de nuestras esperanzas para llevarse hasta el último dólar de la
deuda sin destino mejor que sus guaridas fiscales. Nada podrá
interrumpir su sangría programada desde las oficinas del diablo del
norte y sus esbirros. Se repartirán el botín manchado con la sangre
de los más débiles, de los ahuyentados de las calles a fuerza de
palos y balazos, de los maestros volados por los aires, de las aulas
vaciadas de enseñanzas, de los hospitales sin medicinas y los
jubilados sin posibilidad de júbilo alguno.
Insistirán
todavía muchos con la ceguera del odio, del contrasentido de la
realidad, de la afirmación de certezas imposibles sobre lo que nunca
pudo suceder. Habrán de sentir, tal vez, que se cumplen sus
asquerosos objetivos de venganzas contra los que ellos mismos
empujaron al abismo de la miseria desesperante. Se alegrarán, puede
ser, de la muerte inocente de un mendigo de panes y polenta. Y se
acostarán, por las noches, a sufrir el escarnio de sus conciencias
oscuras, construidas por aquellos que admiran por sus riquezas y
blancuras.
Lejos
de los contubernios mediáticos, alejados de las decisiones de los
poderosos, aplastados contra la tierra que les pertenecía hasta que
se las robaron, bajo el cobijo miserable de ranchitos sin paredes;
nacen, se crian y padecen los que serán la carne de cañón de algún
otro asesino de ocasión. No vivirán, solo morirán desde el mismo
instante de ver la luz. Oscuras sus pieles y oscuros sus destinos,
caminarán entre miradas de desprecio, empujados sin remedio a las
peores calamidades, para terminar otra vez contra el suelo, abonando
con su sangre, tan roja como la de los blancos, el camino de una
redención que ya se está cobrando un precio demasiado alto.
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