Imágen de "Kontrainfo" |
Por
Roberto Marra
Hubo
un tiempo donde los sueños se tocaban con las manos. Hubo una etapa
de nuestra historia sudamericana donde la felicidad estaba a la
vuelta de la esquina de los dolores continentales que ya parecían
eternos. Hubo un período, corto pero real, donde la esperanza se
había convertido en certeza, donde la palabra de quien señalaba el
camino era irreductiblemente cierta, leal, sincera, honesta,
transparente. Un tiempo donde un hombre firmó con su nobleza la
página de los valientes, y transformó sus ideas en proezas.
Pero
no habría de acabar su obra este alquimista de los valores más
humanos. No podría llegar al final de su senda de cambios profundos
en la sociedad que lo ungió Presidente. No logró trasponer la línea
marcada por el enemigo eterno de los pueblos de esta parte (y de
todo) el Mundo. No le sería permitido continuar con la construcción
de los cimientos del paradigma de la solidaridad y los muros
salvadores de las conciencias.
No
le dejaron hilar la trama popular que acabara con el martirio
histórico de la opresión imperialista. Como en todos los pueblos de
Nuestra América, el sometimiento era la regla establecida por las
aristocracias nombradoras de “virreyes”, oscuros personajes
creados para asegurar la continuidad de las farsas de democracias sin
pueblos ni gobiernos, solo pantallas útiles para sus
enriquecimientos ilimitados.
Había
que detener tanto empeño libertario, tanta pretensión soberana,
semejante intento justiciero. Había que darles una lección
inolvidable a quienes les seguían y apoyaban. Había que deshacer
esos cimientos populares con un terremoto de odio que cegara,
incluso, a los propios beneficiados de sus políticas de distribución
de las riquezas. No podía, el imperio miserable, permitir el
desacato de la esperanza de los corazones de millones de sometidos.
El
hombre que creyó poder generar una revolución sin violencia, fue
castigado con ella. Él, que nunca quiso la muerte por delante del
triunfo, cayó junto a su Pueblo, arrasado con las balas asesinas de
los perversos ejecutores de metrallas ordenadas por los dueños del
Planeta. No fue suficiente la victoria diabólica sobre su nombre y
sus palabras. Convirtieron a un País en un inmenso mar de sangre, un
cementerio de esperanzas, un enorme campo de concentración donde la
vida no volvería ya a ser la de antes.
Resuenan
todavía y resonarán para siempre sus palabras del final heroico y
ejemplar. Nada ni nadie, ni el peor de sus enemigos pudo borrar su
imagen y sus dichos en el instante valiente de dar la vida por sus
ideas y su Pueblo, incluso por quienes lo abandonaron a su suerte y
no lo merecían. Cayó rodeado de serviles asesinos a sueldos de
embajada y empresarios, orgullosos hacedores de desgracias y destinos
sin ilusiones de una sociedad derrotada.
Su
verdugo generó una nueva nación, oscura, tétrica, donde lo
solidario dejó paso al repugnante individualismo, donde la vida solo
le corresponde a quienes pueden pagarla, donde nadie se educa si no
tiene dinero, donde el orgullo “nacional” fue prefabricado a la
medida de los intereses del imperio decadente, los mismos que
ametrallaron el cuerpo tan pequeño de ese Hombre tan inmenso, que
intentó adelantarse a su tiempo, marcando nuestros corazones con la
victoria que todavía le debemos.
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