Por
Roberto Marra
A
veces, las lecciones vienen de muy lejos en el tiempo. Son voces
claras que nos advierten sobre nuestros actos desde rincones
olvidados (generalmente a propósito) y que, de observarse,
limitarían las desgracias que derivarán de los errores cometidos.
En economía, eso es más que evidente. Por fuera de las frivolidades
discursivas de los supuestos miembros de los “mejores equipos”,
hay razones preclaras que se pueden comprender si leemos a los sabios
de antaño, los traemos hasta nuestro vocabulario actual y
“masticamos” lentamente sus enseñanzas virtuosas.
Endeudar
es su mayor interés. Paradojas del lenguaje, es esa palabra,
interés, la que sepultará los falsos objetivos de un crecimiento
que solo será de sus cuentas bancarias, convenientemente protegidas
en guaridas tan deshonestas como el origen de lo allí guardado. Todo
se reduce a mendigar créditos que saben impagables, para que unos
pocos centenares de miserables ricachones puedan cumplir con la
tradición ladrona de sus estirpes bicentenarias.
Entonces,
leemos a Belgrano, advirtiéndonos desde su nobleza moral y su visión
de estadista:
“El
grueso interés del dinero convida a los extranjeros a hacer pasar el
suyo para venir a ser acreedores del Estado. No nos detengamos sobre
la preocupación pueril, que mira la arribada de este dinero como una
ventaja (...). Los rivales de un pueblo no tienen medio más cierto
para arruinar su comercio, que el tomar interés en sus deudas
públicas”.
No
les basta a los rapiñeros actuales con saciar sus deseos
acumulativos con fugas de divisas prestadas a la Nación. Como sus
pretensiones son solo de sumar riquezas propias, poco les interesa
impulsar los medios reales para obtenerla. El agro simplemente se
libra a los designios de los terratenientes más poderosos,
aplastando a los campesinos reales y fomentado la extranjerización.
La
industria, por su parte, es arrinconada por la avalancha de
contenedores repletos de trabajo de otros pueblos sometidos. Importar
es lo que importa. Re-convertir es el otro verbo referencial de la
demencia obturadora del futuro, pero no en su acepción virtuosa de
promover la modernización para superar la calidad de lo producido,
sino en el empobrecimiento dañino y mortal del aparato productivo,
la desaparición de las empresas y el final de los días felices para
sus obreros.
Otra
vez Belgrano nos coloca en la senda correcta:
“El
modo más ventajoso de exportar las producciones de la tierra es
manufacturarlas”. “La importación de mercancías que impide el
consumo de las del país, o que perjudican al progreso de sus
manufacturas y de su cultivo, lleva tras sí necesariamente la ruina
de una nación”. “La importación de las mercaderías extranjeras
de puro lujo a cambio de dinero, cuando este no es un fruto del país,
como es el nuestro, es una verdadera pérdida para el estado”.
En
nombre de la “libertad” (del mercado) nos hablan los energúmenos
representantes del FMI. En nombre de necesidades que no son nuestras
nos pretenden obligar a ser sus esclavos por cien años. En nombre de
miserias seguras y muertes tempranas nos invaden con sus “marines”
disfrazados de luchadores contra el narcotráfico que ellos promueven
y consumen como nadie. En nombre de sabidurías que no pueden
demostrar, denostan a quienes les advierten el porvenir desgraciado
al que nos envían. Lacayos, brutales y obtusos, sostienen sus
debilidades discursivas con muertes cotidianas de hambreados y
enfermos sin remedios.
Nos
queda el camino trazado por los grandes, como Belgrano, que dejaron
su sangre para que lo sigamos construyendo. Nos obliga su memoria a
reconocer sus verdades señeras. Nos empujan sus evidencias para
realizar la tarea postergada por dos siglos, acercándonos a sus
ideas tan preclaras, que aún alumbran el futuro que no supimos
defender cuando lo tuvimos al alcance de las manos. Nos alecciona a
retomar, conscientes, el valor de la palabra Patria, arrojada a los
leones hambrientos de un imperio que, en su decadencia, arrastrará a
su tumba a los cobardes que no se atrevan a enfrentarlo.
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