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Por
Roberto Marra
Cuando
la Revolución Cubana le explotó en la cara al imperio, comenzó una
represalia mediática que se valió de numerosas herramientas
manipuladoras de la realidad, a la que convirtieron, lisa y
llanamente, en una especie de papilla para bebés, fácil de tragar
para quienes no comprenden demasiado o están entretenidos con algún
“avioncito” distractivo de los “papás” de las noticias.
Semejante sistema mediático de tan ilimitadas capacidades,
sustentado por la nación más poderosa del Mundo, no pudo corromper,
sin embargo, al Pueblo que intentaban re-colonizar.
Se
aseguran de decir, cada tanto y muy publicitadas, algunas verdades.
Solo lo hacen para tomar mejor impulso para la andanada de ofensas
que preparan para profundizar las heridas sobre el tejido social de
la Nación atacada. Cuentan con el apoyo estúpido de muchos
periodistas que, a pesar de contar con mejor currículum profesional,
no logran desembarazarse de sus incapacidades y temores ante el
imperio al que, en definitiva, terminan sirviendo.
Ahora
está transcurriendo la etapa de las “migraciones”. Sí, tal cual
lo hicieron en los años sesenta y setenta del siglo pasado con la
mayor de las Antillas, esta vez le toca a los habitantes de esa
Patria hermana, renacida al calor de Hugo Chávez y su esperanzadora
Revolución Bolivariana. Comparan los movimientos migratorios en las
fronteras venezolanas con los que se producen en ¡Siria! Tan
increíble como eso, pero tan creído por las masas inermes ante el
atropello informativo hegemónico mundial. Tan procaces son en sus
intentos de destrucción de sus enemigos ideológicos, que terminan
por imponer sentidos, ridículos en su esencia, pero efectivos a la
hora de construir conciencias negativas y odiadoras.
Son
batallas muy desiguales a las que se enfrentan los venezolanos y cada
uno de los países que los poderosos señalan como enemigos de sus
“mandatos sagrados”. Porque los ataques no son solo perpetrados
por la maquinaria informativa, sino también ayudada por
personalidades del “mundo de la cultura”, en realidad, simples
artistuelos de poca monta, famosos televisivos con ansias de
sobresalir de la manera que sea, utilizando algunas “mágicas
palabras” que tengan efecto emocional sobre sus desprevenidos
admiradores, a los que convierten en batallones de odiadores
gratuitos, reproductores de falsedades sin sentido, soldados de
guerras contra ellos mismos.
En
todos los medios de comunicación, la comparación con Venezuela es
permanente. Para explicar cualquier situación negativa, el paradigma
es esa Nación. Para demostrar en qué situación estamos en lo
político, lo económico y lo social, se recurre a la sucia falsía
imperial sobre nuestros hermanos sudamericanos. Para asegurarnos que
“no somos Venezuela” están aprontados los payasescos conductores
de la degradación televisiva. Para hacernos notar las “terribles”
consecuencias de intentar ser soberanos, nos muestran a los
“sufridos” migrantes, entrevistados hasta hacerlos maldecir al
Gobierno del País del que “huyen”.
Luego
se sabrá, muchos años mediante, que las cifras no eran de la
magnitud denunciada, que las razones no eran las manifestadas, que
las persecusiones no existían y que lo humanitario no era el motivo
real de tanta parafernalia televisiva. Pero será tarde. Porque el
daño social ya estará concretado y la historia habrá sido
postergada una vez más, para regocijo de los malditos dueños del
Mundo y los idiotas sojuzgados a base de la metralla noticiaria.
“No
somos Venezuela”, aseguran los necios calumniantes mediatizados.
“No estamos en Venezuela”, insisten los reducidores de cerebros
televisivos. Verdad y mentira al mismo tiempo. Dialéctica forma de
asegurar lo imposible basándose en una realidad revuelta. Miserable
categoría “goebbeliana” a la que se reducen propios y extraños.
Falsa manifestación de intenciones “democráticas”, muertas en
el mismo momento que las emiten con formas de noticias elevadas al
nivel de absolutas verdades. Mientras, allá en el norte, en los
oscuros reductos del Poder Planetario, se regocijan los sucios
patrones de nuestras desgracias, convertidas en “alegrías”
efímeras de millones de embrutecidos, a fuerza de infamias, fábulas
e hipocresías.
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