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Por
Roberto Marra
El
asesinato de la verdad ya se ha convertido en algo habitual, diario,
permanente. Acribillada con relatos fantásticos, con incoherencias
delirantes, con bastardeos informativos, con imprecisiones elaboradas
expresamente para confundir, con gritos destemplados de “señoras
gordas” de barrios “paquetes”, con insultos cotidianos de
taxistas desclasados, con patéticos discursos de funcionarios de
brutalidad manifiesta, con cuentos infantiles sobre tormentas
financieras y tifones de alegrias infinitas sin sentido.
No
estan solos en sus fantasías odiadoras. Colaboran en ello supuestos
opositores amigables con el Poder, medrosos mendigos de favores,
aliados de contubernios y levantamanos de ocasión. Pululan por los
pasillos del Congreso, esperando promesas de sus compinches para
asegurar sus votos miserables a favor de la destrucción de la
Nación. Nada de lo que suceda les moverá de sus caminos
irreductibles hacia la indignidad y el agravio al Pueblo, que los
colocó allí (¡pobres inocentes!) para resguardar sus intereses.
La
hipocresía, entonces, se ha convertido en método. Presentar
reflexiones honestas sobre la realidad como si fueran parte de
discursos antidemocráticos, es otra manera de destruir la verdad.
Atacar a quien se atreva a nombrar, con la certeza de lo evidente, lo
que sucede en la sociedad, es la regla del odiador. Denostar y
escarnecer a quien intenta abrir la cabeza de tantos estupidizados,
con sinceros discursos que hagan posible vislumbrar el otro lado de
las noticias, forma parte de la tarea de “periodistuchos”
millonarios y estrellitas de ocasión siempre dispuestas a vender sus
escasas neuronas a quien les asegure fama y dinero.
La
mentira es la mercancía del momento. Se cotiza muy alto en los
“mercados” comunicacionales, a caballo de la acumulación de
poderes asegurados por las fuentes de tantas falsedades, los que
ofician de gobernantes salvadores del demonio “populista” y sus
“corruptos” líderes. La auténtica verdad se ensucia y
despedaza, se introduce en el arcón de los recuerdos bajo siete
llaves y se aisla del Pueblo adormecido con el somnífero fatal de la
desesperanza.
Sueños
de contenedores inmersos en arenas patagónicas sostienen a los
obtusos creyentes en fantasmas dinerarios que les permitan señalar a
otros como culpables sus propias culpas, responsables de sus
incapacidades, pretendiendo formar parte de la fiesta a la que no
fueron, ni serán jamás, invitados.
Las
vidas de millones de personas son la moneda de cambio que utiliza el
perverso sistema dominante. La desaparición de sus futuros en nombre
de pobrezas ceros y desarrollos prósperos de una Nación a la que
están desguazando, son las balas del arma que está matando la
verdad para asegurar esta inequidad agobiante, es la miseria creadora
de muertes cotidianas, es la “filosofía” repugnante de los
valores deshonestos y la condición necesaria para sellar el destino
impuesto por el imperio decadente al que sirven con denuedo tantos
rufianes.
Queda
el recóndito sueño de regresos de corduras unitarias, de
comprensiones y certezas que se tiraron por la alcantarilla de las
ambiciones, de pasados que son fuente de futuros de mejores
horizontes. Queda recorrer el viejo camino de la lucha renovada, del
trigo sin la paja de la traición, del carro de los melones bien
acomodados, para encarar de frente la batalla impostergable para
resucitar esa difícil construcción de una estructura conformada por
tantas esperanzas, el mejor y más seguro andamio para lo que habrá
de ser, por fin, la casa de la Patria postergada.
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