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Por
Roberto Marra
El
actual (des)gobierno nacional ha generado varias epidemias. Por
acción y omisión, sumatoria peligrosa si las hay, han reaparecido
enfermedades derivadas de la falta de prevenciones elementales. La
alimentación, por ejemplo, que ha pasado a ser un lujo entre
millones de ninguneados. El aumento de los medicamentos, otro
ingrediente fatal de ese “cóctel” de miserias comprimidas contra
la población empobrecida, que se completa con hospitales sin
presupuestos y tarifas que hacen imposible la protección de las
inclemencias climáticas.
La
muerte de niños por enfermedades derivadas de la desnutrición, no
significa nada para los endeudadores seriales, simples daños
colaterales que se asumen como necesarios para aumentar la
probabilidad de recobro de sus monumentales estafas financieras. Los
hospitales quebrados en sus posibilidades de atención decente a la
población abandonada, reflejan el lado más perverso de semejante
depredación económica.
Pero
siempre hay algo peor. Como por ejemplo, esas turbias transas entre
gobernadores temerosos de ofender al gran capital y a los
funcionarios prefabricados para la mentira permanente. O esas
posturas negociadoras de un presupuesto que, se sabe, elevará las
desgracias populares hasta límites jamás conocidos. Discursos
vacíos de valor, la ética tirada a la basura, los ciudadanos
tratados como moneda de cambio y la pobreza como un simple número
estadístico. Así se construye eso que denominan, con cinismo
inigualable, “gobernabilidad”.
Son
los visitantes asiduos de programas televisivos donde desparraman sus
verborragias sin sustancia, explicando la realidad que conocemos,
diagnosticando la inmediatez evidente, falseando posturas opositoras
que no sostienen cuando se enfrentan al Poder al que, en realidad,
sirven. Tan miserables como los otros, solo arriman propuestas tan
ridículas e inoperantes como sus capacidades cognitivas, que
evidencian cuando se les plantan los verdaderos defensores de las
causas justas, los honestos representantes de los que nunca tienen
voz, solo votos cooptados por ignorancias provocadas para sus propias
desgracias.
Se
ofenden con altivez cuando se les espetan verdades de a puño,
evidencias incontrastables de los sucesos cotidianos, relatos
conmovedores de sufrimientos reales de los seres humanos que tanto
desprecian. Rápidos de reflejos condicionados por el Poder, saltan
periodistas y diagnosticadores seriales con las consabidas palabras
que ofician de barreras a las rebeldías populares: institucionalidad
y democracia.
Esas
mismas palabras que denigran con cada acto, con sus propias
vejaciones a sus significados, cómplice manera de ayudar a apabullar
al Pueblo con mazazos que los aturdan hasta lograr la repetición
electoral de los saqueadores de la Nación. “Hay que esperar que
terminen sus mandatos”, dicen sin ponerse colorados. Esperar que
mueran más pibes sin alimentación, esperar que exploten más
escuelas, esperar que se cierren más hospitales y abran más
comedores. Esperar que la parca se regodee entre el pobrerío
abandonado, entre los habitantes de las calles y los puentes, entre
los “nadies” consumidos por las drogas que ellos trafican con
descaro.
Los
límites se han difuminado. Las voluntades se aplastan con balas y
gases. Los deseos se achican hasta la básica y elemental
sobrevivencia. La Justicia, otrora valor inconmovible, se ha
transformado en un sistema de persecuciones y desatinos legales. Y la
esperanza, ese último reducto de los sueños, es eliminada de cuajo
de una sociedad sin un destino mayor, que ser solo un montón de
ilusiones perdidas entre hipocresías y promesas tan vacías, como
los bolsillos populares.
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