Imagen de Cuadro de Antonio Berni |
Por
Roberto Marra
Desempleado,
sintiendo el peso de no tener los pesos, caminando las calles en
busca de lo que no hay, entregando curriculums que pretenden ser la
carta de presentación de una vida que, ahora, parece perdida.
Ocioso,
revolviendo tarjetas de viejas ofertas de trabajo, pasando páginas
de agendas de hojas amarillentas, descubriendo fotos de compañeros
que ni recuerda, direcciones de empresas que ya no existen.
Vacío,
sin el aliento diario del trajín estresante, sin la brújula segura
del destino periódico, sin la palmada alentadora de su compañero
más cercano, sin la sonrisa dulce de la panadera de los bizcochos de
su desayuno fabril.
Parado,
como cada día en la esquina del colectivo que siempre tarda tanto,
buscando una disculpa para tener a donde ir, aferrando un bolso que
ya no necesita, saludando a gente que casi no conoce pero que siempre
ve en las mañanas de esperas interminables de transportes hacia la
nada.
Disponible,
ofertado, hurgando en las miradas ajenas la esperanza del encuentro
con un nuevo quehacer, transformado en un aviso clasificado viviente,
desparramando volantes de aptitudes que parecen no ser útiles para
nadie.
Vacante,
dispuesto a hacer hasta lo que no sabe, a aprender hasta lo que nunca
supo, a desandar el camino de una edad que le pesa como si fuera un
anciano, discapacitado a la fuerza por no tener la juventud que
entregó a los patrones ricos para alimentar la familia.
Deshabitado,
despoblado de expectativas, sin la presencia de esos sueños de
crecimientos que nunca llegaron, pero lo nutrían de ilusiones que le
hacían sentirse capaz de lograrlo todo, preparado para llegar a
cumplir con cualquier desafío.
Perezoso,
convertido casi en un vago, despertándose tarde, abatido y
desaliñado, callado y enojado, esperando desesperado, mirando la
pantalla que le oferta autos y perfumes, lavandina y bicicletas
fijas, créditos y tarjetas, como burlándose de sus bolsillos más
que vacíos.
Libre,
como para hacer lo que quiera. Eso se dice a sí mismo, cuando sale a
caminar para soportar el paso del tiempo sin respuestas al increíble
sueño de ser nuevamente explotado. Pero ahora, la calle está
repleta de tantos otros cargadores de bolsitos de trabajos perdidos,
yendo todos hacia un mismo lado, juntándose con más y más hombres
y mujeres que solo parecen caminar para sobrellevar el peso de sus
ocios obligados, como sujetos a una soga invisible que los guía
hacia no se sabe que destino.
Hacia
allí va también él, sin saber exactamente por qué ni para qué,
alentado por la extraña fuerza de la muchedumbre, sintiendo que se
le llenan de nuevo los pulmones con ese aire viciado, pero alegre, de
las multitudes anhelantes de sus mismos anhelos. Comienza a reconocer
a algunos caminantes, sus viejos compañeros de tiempos de protestas
por sus orgullos laburantes, lejanos paraísos de horas extras
matizadas con sueños de futuros de salarios justos.
Ahí
están de nuevo juntos, codo a codo, encontrándose otra vez con sus
iguales, desafiando gases y balazos, elevando banderas que parecían
abandonadas, fugando hacia adelante de sus ruinas temporales,
sintiendo cada vez más cercana la revancha justa contra los
fabricantes de sus desgracias, la certeza del triunfo que nada ni
nadie podrá impedir. En medio de tantos gritos y consignas, de
viejos cánticos y bombos emparchados, aparece nuevamente la luz de
la utopía que parecía perdida, alumbrando su pertenencia a ese
Pueblo organizado, capaz de liberarse para siempre de los malditos
ladrones de sus dignidades, esos perversos fabricantes de la palabra
que más duele en los trabajadores: desocupado.
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