martes, 25 de septiembre de 2018

DESOCUPADO

Imagen de Cuadro de Antonio Berni
Por Roberto Marra
Desempleado, sintiendo el peso de no tener los pesos, caminando las calles en busca de lo que no hay, entregando curriculums que pretenden ser la carta de presentación de una vida que, ahora, parece perdida.
Inactivo, buscando quehaceres solo por la necesidad de sentirse útil, tratando de demostrar capacidades que se reconozcan, intentando sonrisas que no se sostienen en su ánimo, apretando manos que se escabullen rápidamente del compromiso.
Ocioso, revolviendo tarjetas de viejas ofertas de trabajo, pasando páginas de agendas de hojas amarillentas, descubriendo fotos de compañeros que ni recuerda, direcciones de empresas que ya no existen.
Vacío, sin el aliento diario del trajín estresante, sin la brújula segura del destino periódico, sin la palmada alentadora de su compañero más cercano, sin la sonrisa dulce de la panadera de los bizcochos de su desayuno fabril.
Parado, como cada día en la esquina del colectivo que siempre tarda tanto, buscando una disculpa para tener a donde ir, aferrando un bolso que ya no necesita, saludando a gente que casi no conoce pero que siempre ve en las mañanas de esperas interminables de transportes hacia la nada.
Disponible, ofertado, hurgando en las miradas ajenas la esperanza del encuentro con un nuevo quehacer, transformado en un aviso clasificado viviente, desparramando volantes de aptitudes que parecen no ser útiles para nadie.
Vacante, dispuesto a hacer hasta lo que no sabe, a aprender hasta lo que nunca supo, a desandar el camino de una edad que le pesa como si fuera un anciano, discapacitado a la fuerza por no tener la juventud que entregó a los patrones ricos para alimentar la familia.
Deshabitado, despoblado de expectativas, sin la presencia de esos sueños de crecimientos que nunca llegaron, pero lo nutrían de ilusiones que le hacían sentirse capaz de lograrlo todo, preparado para llegar a cumplir con cualquier desafío.
Perezoso, convertido casi en un vago, despertándose tarde, abatido y desaliñado, callado y enojado, esperando desesperado, mirando la pantalla que le oferta autos y perfumes, lavandina y bicicletas fijas, créditos y tarjetas, como burlándose de sus bolsillos más que vacíos.
Libre, como para hacer lo que quiera. Eso se dice a sí mismo, cuando sale a caminar para soportar el paso del tiempo sin respuestas al increíble sueño de ser nuevamente explotado. Pero ahora, la calle está repleta de tantos otros cargadores de bolsitos de trabajos perdidos, yendo todos hacia un mismo lado, juntándose con más y más hombres y mujeres que solo parecen caminar para sobrellevar el peso de sus ocios obligados, como sujetos a una soga invisible que los guía hacia no se sabe que destino.
Hacia allí va también él, sin saber exactamente por qué ni para qué, alentado por la extraña fuerza de la muchedumbre, sintiendo que se le llenan de nuevo los pulmones con ese aire viciado, pero alegre, de las multitudes anhelantes de sus mismos anhelos. Comienza a reconocer a algunos caminantes, sus viejos compañeros de tiempos de protestas por sus orgullos laburantes, lejanos paraísos de horas extras matizadas con sueños de futuros de salarios justos.
Ahí están de nuevo juntos, codo a codo, encontrándose otra vez con sus iguales, desafiando gases y balazos, elevando banderas que parecían abandonadas, fugando hacia adelante de sus ruinas temporales, sintiendo cada vez más cercana la revancha justa contra los fabricantes de sus desgracias, la certeza del triunfo que nada ni nadie podrá impedir. En medio de tantos gritos y consignas, de viejos cánticos y bombos emparchados, aparece nuevamente la luz de la utopía que parecía perdida, alumbrando su pertenencia a ese Pueblo organizado, capaz de liberarse para siempre de los malditos ladrones de sus dignidades, esos perversos fabricantes de la palabra que más duele en los trabajadores: desocupado.

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