Imagen de "El Diario de Buenos Aires" |
Por
Roberto Marra
Hay
siniestros y siniestrados. Hay ladrones y robados. Hay asesinos y
asesinados. Hay estafadores y estafados. Y hay fumigadores fumigados.
Son esas personas casi virtuales para sus patrones, simples
herramientas de carne y hueso, vulgares y reemplazables piezas del
aparato económico agrario, parias entrenados para producir riquezas
de estancieros de poltronas capitalinas, reducidos a la ínfima
condición de servidumbre mansa y obediente a cambio del mendrugo
diario y a costa de sus propias vidas.
Ninguna
advertencia sirvió para tanta angurria de los dueños de las
tierras, y los venenos que manipulaba lo terminaron matando. El
desprecio social a su máxima expresión, la vida en su mínimo
aprecio. La desprotección conciente y decidida para ahorro de
algunos míseros centavos en las cuentas de los miserables
propietarios de destinos ajenos con pretensiones de “grandes
empresarios”.
Son,
además, los sostenedores agrarios de este gobierno de asaltantes,
que hablan de “defender al campo” que matan cada día, miembros
de una corta pero pesada lista de ladrones de vidas de peones y
empleados, despreciativos y despreciables por donde se los mire y
escuche. Son esa raza maldita de explotadores sin alma, belcebúes
blancos que transitan sus vidas con objetivos de riquezas ilimitadas
y siembran de cadáveres fumigados sus estancias.
Construyen
un camino sin regreso, donde la muerte humana cotidiana es solo una
muestra más de la destrucción de la propia tierra, en nombre de
acumulaciones obscenas que solo se justifican desde sus obtusas
incapacidades morales. Como burros tras las zanahorias, millones de
ilusos de prosperidades imposibles aceptarán las falsas promesas de
estos feudales del siglo XXI, tragando orgullos y comestibles
contaminados, absorviendo venenos que aceleran sus destinos y coartan
sus esperanzas.
Sostenedores
de dictaduras y dictablandas, propietarios de ministerios y
secretarías afines a su intereses, acompañados por gobernantes
sumisos ante sus riquezas, nos conducen por la fuerza de sus poderes
rumbo al cementerio del futuro, el final con penas y sin glorias, la
triste muerte de los buenos y la amargura incontrastable de sus
familias destruídas.
Imposible
no rebelarse ante estos asesinos seriales de trajes y corbatas
importados, apellidos lustrados a fuerza de sangre y sudores ajenos,
apropiadores de almas honestas y generosas, incendiarios del infierno
en la tierra, ese polvo envenenado que tragamos cada día para elevar
sus finanzas y suicidarnos sin remedio.
No
habrán de salvarse del castigo que merecen. No podrán huir de la
Justicia que espera, algún día, renacer en la esperanza de un
Pueblo empoderado. Habrán de tener su propio infierno, la condena
infinita de sus condenados, el final de sus reinados oprobiosos, la
ruina merecida de sus riquezas robadas, el miedo clásico de los
cobardes que ven en los demás sus propias condiciones asesinas.
Pero
solo se transformarán en los nuevos parias, señalados con millones
de dedos condenatorios, contaminados de la bacteria de la derrota
merecida. Y perecerán atormentados por las almas de sus asesinados,
los fantasmas de la buena gente que llevaron al cadalso, simplemente,
para ahorrarse un sucio puñado de billetes.
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