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Por
Roberto Marra
Silencio,
hospital. Esa fue siempre la señal clara para evitar molestias cerca
de los centros de salud. Una clásica enfermera con su dedo en los
labios, nos indicaba, ya en sus interiores, la necesidad de no
producir ruidos que pudieran afectar las recuperaciones de los
enfermos. Los hospitales eran como templos, donde las personas
concurrían a atender sus dolencias en medio de un notable respeto
hacia una institución pública que materializaba como nada el
concepto de sanidad.
Pero
ya no reina el silencio en los hospitales. Ya no se pueden observar
solo la tareas lógicas del trajinar de enfermeras, camillas y
médicos, la simple espera de enfermos y familiares, las llegadas y
salidas de ambulancias de sus salas de guardia. Ahora predominan los
ruidos de marchas de protestas, las quejas de pacientes sin atención,
los gritos de los trabajadores y trabajadoras reclamando dignidad.
Ahora son la caja de resonancia del abandono insensible de un
(des)gobierno dispuesto a acabar con el sistema público de atención,
terminar con el sueño de Carrillo, arrasar con los últimos
vestigios de la justicia sanitaria que él predicaba.
El
mercantilismo acérrimo predomina por sobre la solidaridad. El
“mercado” todo lo pudo, también con la salud. Los negocios son
la moneda de cambio entre la vida y la muerte, acelerando la
desaparición de cualquier tipo de atención que no sea privatizada,
donde conglomerados de “sanatorios” que no sanan más que los
bolsillos de sus dueños, se apoderan de la decisión de la atención
o nó de los pacientes que, a estas alturas, más que eso, son
dolientes.
“Exclusivo”
es la palabra del momento. Excluyente, sería la acepción correcta.
Con una notable parafernalia publicitaria, los propietarios de
semejantes “comercios” de (supuesta) sanación de enfermedades,
atiborran las conciencias débiles de quienes se piensan con más
derechos que otros en la sociedad, elevando todavía más la división
profunda entre quienes pueden o no curarse.
La
ostentación de lujos ridículos, convierten a esos centros de
supuesta atención a las enfermedades, en simples “hoteles cinco
estrellas”, reductos de fantasiosos placeres visuales para hacer lo
que solo necesita de ámbitos limpios y conocimientos seguros, amén
de los avances tecnológicos que, por supuesto, solo poseen los
“privados”.
El
camino de la destrucción del sistema sanitario público es un hecho,
solo frenado en parte hasta ahora, por la lucha consecuente de sus
actores principales. El final que se vislumbra es catastrófico, la
conciencia de la población no termina de despertar ante el
latrocinio de sus propias vidas, la verdad es tapada por otras
miserias cotidianas, mientras los hospitales siguen cayendo en la
indigencia edilicia y de su personal, ante la deserción de un Estado
en manos de vulgares estafadores.
La
historia suele ser aleccionadora, aunque las necesidades lo sean aún
más. El pasado nos nutre con los Carrillos y Oñativias, hacedores
de los más solidarios conceptos sanitarios, constructores de
idearios donde predominan los valores humanos por sobre las miserias
materiales. Son los mensajes de sus acciones los que deberán
encender otra vez el motor renovado de un sistema de salud que lo sea
para todos. Una forma única y superlativa de protección universal a
los ciudadanos, solo por serlos. Un sistema que acabe para siempre
con los sucios constructores del egoismo y el abandono, socios
perversos de un Poder que solo sabe generar pobreza e indignidad.
Solo
entonces volverá el silencio a los hospitales que, paradójicamente,
habrán necesitado del ensordecedor e imprescindible ruido popular
para comenzar una nueva vida.
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