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En
la antigua Roma, los abogados desempeñaban su profesión de manera
honorífica y con el mayor desinterés, hasta que los servicios
prestados gratuitamente a la patria dejaron de ser medios para
adquirir los honores y las distinciones a las que aspiraban. Entonces
se hicieron mercenarios. Y aunque los Césares quisieron intimidarlos
con duras penas, ellos las supieron eludir y ya nunca nadie más pudo
coartar sus avaricias.
Tal
como entonces, algunos de los más encumbrados abogados de la
actualidad argentina, ejercen mercenariamente su profesión. A diario
los escuchamos y vemos utilizando retorcidos métodos para ocultar
sus verdaderos propósitos en defensa de los poderosos que los
sostienen, avalando injusticias insostenibles, como no sea con la
organización de las mentiras.
Forman
parte, también ellos, de esa maquinaria de destrucción de los
enemigos ideológicos del Poder, en abierta connivencia con los
medios afines, que prestan sus espacios para las diatribas leguleyas
de estos especialistas del ocultamiento y la falacia jurídica. Con
palabras de difíciles interpretaciones, intentan asegurarse el
respeto de los ignorantes y los favores de sus mandantes.
Así
es como se conducen estos abogados que, si asumen funciones de
jueces, alcanzan el sumun de la desvergüenza y la soberbia, sin
importar el verdadero alcance de sus conocimientos. Alimentados por
sus generosos patrones con la vitamina del desprecio a los más
débiles, habrán de ser duros con ellos, pero genuflexos con los
sucios integrantes de esa falsa “nobleza” a la que aspiran
integrarse.
Picapleito,
leguleyo, manyapapeles, ave negra. Estos son algunos de los términos
con los cuales se suele catalogar livianamente a los abogados. Pero
estas despectivas formas de denominar a estos profesionales de las
leyes, no puede (o no debiera) involucrar a todos. Si bien es cierto
que muchos se han ganado con justicia estos apelativos, eso no
significa que la mayoría responda a esas características.
La
digna profesión del abogado ha sido manchada por esos otros
representantes de la farsa institucionalizada, degradando el respeto
que merecen cada uno de quienes colaboran honestamente con la
obtención de eso tan requerido por todos y tan despreciado por los
inmorales dueños del aparato judicial: la Justicia.
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