Está
socialmente mal visto alegrarse por las desgracias ajenas. En
general, las personas que odian a otras autolimitan sus expresiones
de indudables alegrías frente a los padecimientos de quienes
aborrecen. No es que no se contenten. Es que conservan todavía el
mínimo pudor que les impide mostrarlo abiertamente.
Ese
último rasgo de humanidad se ha perdido en muchos argentinos.
Resulta ya común encontrar personas que no solo denostan a quienes
han tomado como sus enemigos, sino que profieren deseos revanchistas
que no se detienen ni aún cuando conozcan el padecimiento físico y
espiritual cierto que sufran los sujetos a quienes dirigen sus
sádicos pensamientos.
La
construcción de esa deshumanización ha sido realizada también por
los medios de comunicación. Actuando como voceros y partícipes de
los intereses de los poderosos locales e internacionales, han ido
produciendo enemigos como si fueran personajes de un teleteatro,
exaltando maldades y vilezas inventadas para la ocasión, de tales
magnitudes y con tanta saña, que generan adhesión inmediata del
grueso de la población.
Claro
que esto necesita de la imprescindible preparación de las
mentalidades de los receptores de tales elucubraciones. Ya desde el
ámbito de la educación formal se prepara a los futuros adultos en
el deleznable “arte” del odio irracional, cuando las
segregaciones y rechazos de los diferentes son moneda corriente entre
algunos docentes, que por imitación se inoculará en los alumnos
como el virus del desprecio sin razón que formará sus conciencias.
El
Poder requiere de esas características deshumanizantes para
profundizar su dominio. De ahí la estigmatización programada
mediaticamente sobre líderes populares, figuras públicas relevantes
que se opongan a sus objetivos o simples luchadores por
reivindicaciones sociales, a quienes convierten en el objeto del odio
más profundo y perverso por la repetición incansable de consignas
que actúan como espinas que rebelan a los embrutecidos mediatizados.
La
mesa de la disgregación social está servida. Se relamen los
ignorantes al sentarse junto a sus amos, creyéndose partícipes del
festín. Sentirán, en poco tiempo, el mismo rigor que padecieron sus
odiados e inventados enemigos. Conocerán entonces, aunque muy tarde,
que los poderosos jamás comparten los triunfos con sus siervos. Solo
los descartan hasta el próximo odio.
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