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Está
claro que en todo el Mundo hay una evidente división entre humanos
de primera y de segunda. Los partícipes de la primera clase son los
poderosos dueños de las grandes corporaciones económicas y
financieras, los propietarios de los complejos industriales y
comerciales multinacionales, a los que se suma una cohorte variopinta
de millonarios locales, junto a la necesaria “raza” burocrática
que les es imprescindible para el manejo y control de las
administraciones estatales.
Después
están los integrantes del sector de la humanidad considerada “de
segunda” por los privilegiados anteriores, donde participan los
trabajadores en general, los hacedores de riquezas que no disfrutan,
los necesarios pero descartables seres humanos porque, al decir de
los dueños del Mundo, son demasiados. Por eso suelen ser dejados
librados a su suerte millones de ellos, en genocidios encubiertos con
el ocultamiento de la herramienta más eficaz del Poder: las
comunicaciones.
Por
supuesto, dentro de quienes trabajan existen sectores desesperados
por pertenecer a la primera clase, por lo cual adoptan poses de una
aristocracia que no poseen y exageran sus desprecios hacia los pobres
e indigentes. Su felicidad consiste en parecerse a sus envidiados
amos, a quienes secundan con pasión en sus acciones perversas. Son,
al decir de Jauretche, el “medio pelo”, ni chicha ni limonada,
mestizos económicos en una sociedad donde solo sobreviven a costa de
empujones a los más débiles.
Utilizando
el odio como catalizador de sus miserias morales, arremeten furiosos
contra quienes les posibilitaron antes el aumento de su bienestar.
Entierran en un olvido insostenible sus pasados de segunda clase,
para intentar llegar a la cima de poderes que sueñan, vanamente, al
alcance de sus manos. Interrumpen procesos sociales virtuosos en
nombre de ideales ajenos y falaces, inoculados por quienes serán
siempre sus mandamases, que sabrán usar sus servicios hasta el
próximo descarte.
El
Poder no tiene otro límite que el que el resto de la humanidad le
otorga, fruto del miedo que ellos insuflan con sus armas más
terribles: desempleo, abandono y exclusión. Son los extorsivos
métodos de los poderosos y los motivos para no intentar cambiar
nada. Y mientras niegan la realidad que los rodea, los humanos “de
segunda” miran asombrados como miles de hombres, mujeres y niños
se ahogan en los mares de las migraciones sin destino, buscando solo
ser considerados, simplemente, humanos.
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