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Hay
muchos que solo conciben las victorias. Hay algunos que no aceptan la
realidad, aunque les pase por encima. Pero habemos otros, los
porfiados, los tozudos, los convencidos, los que investigamos, los
que vemos los dolores ajenos, los que sentimos como propias las
pérdidas de derechos de otros, los que analizamos el presente
escudriñando el pasado pero con un pie en el futuro.
Eso
somos y seremos siempre, por voluntad y conocimiento, por necesidad
de hacer lo que otros no hacen, por impulso de nuestra propia
historia y de nuestra inserción en una sociedad que entendemos
injusta. Nos importa de verdad la falta de pan y trabajo, nos duele
sin falsedad la desnutrición y la ignorancia, nos hace temblar de
bronca la miseria aceptada como normal en un País de riquezas
incomensurables.
Entonces,
la incongruencia de los pobres votando a los ricos, duele. Nos genera
decepción y desazón. Nos arrastra a las preguntas cuyas respuestas
es inútil tratar de responder hoy, con el soplo todavía caliente de
la pírrica victoria del Poder Real sobre las cabezas lavadas por
tanta falacia enarbolada como bandera de lo que nunca será verdad,
porque nace de una profunda mentira retorcida y cruel.
Pero
ahí están los que se sienten partícipes de victorias ajenas,
festejando goles del cuadro contrario, insultando a gritos a sus
defensores, arrojando lodo sobre verdades de a puño, desmereciendo
valentías ajenas y admirando con devoción a sus verdugos. Ahí los
vemos saltando alegrias que no podrán sentir en poco tiempo, o que
ya no sienten pero no quieren admitir.
Es
la cultura del odio irrazonable, del desprecio a lo que se teme ser,
del abandono de lo solidario en nombre del sálvese quien pueda.
Detrás de la andanada de putrefactas medidas económicas, tan viejas
como probadamente letales para la vida de nuestro Pueblo, se acercan
otras tremendas desgracias que serán inexorables. No es premonición.
Es certeza avalada por la historia reciente y lejana.
Pero
aquí estamos y estaremos los porfiados, como hasta ahora, intentando
abrir las conciencias de los individuos aislados, para hacerlos parte
de una sociedad. Ahí asentaremos otra vez nuestros fundamentos, los
que no se abandonan por pequeños ni grandes tropiezos. Porque la
vida es lucha, y la lucha, el alimento espiritual para transformar
los sueños ancestrales en cálida esperanza de una vida con justicia
social.
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